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La agonía de Pacal
La preparación de los funerales
Las grandiosas exequias
El regreso
Epílogo  

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La agonía de Pacal

 
  Pacal, señor de la gran ciudad*, estaba enfermo. Desde hacía varios meses su familia y los médicos lo habían obligado a quedarse en sus habitaciones. Poco a poco su enfermedad se había agravado. Esa tarde del día doce chen, Pacal empeoró. Llegaron hasta su aposento los médicos que durante su larga enfermedad lo habían cuidado. Uno de ellos colocó cerca del enfermo un pequeño brasero, encendió fuego al que arrojó algunas yerbas. El humo aromático que salía de ellas se extendió por todo el cuarto. Pacal respiraba con dificultad. Otro de los médicos sacó de entre sus ropas una bolsita que contenía un polvo preparado a base de ceniza y yerbas secas; mezcló ese compuesto con un poco de atole y lo dio a beber al gran señor. El medicamento hizo su efecto y Pacal pudo descansar.   *Esta ciudad se llama hoy Palenque.
     
  Al mismo tiempo que preparaban y aplicaban aquellos remdios – en voz baja, pero con claridad – los médicos decían oraciones dirigidas a Yum Cimil, dios de la muerte: le pedían que permitiera al buen Pacal quedarse un tiempo más en el mundo de los hombres. Todo parecía indicar, sin embargo, que el dios no quería acceder a sus ruegos. Decidieron dejarlo reposar y esperar a que los medicamentos que le habían administrado terminaran de hacer su efecto. Médicos y familiares salieron de la habitación del Gran Señor sin hacer el menor ruido.    
     
  Una vez solo, Pacal miró a su alrededor posando los ojos sobre los objetos que lo rodeaban: varios petates dispuestos en el piso y dos asientos, uno cubierto con una piel de jaguar y otro con una tela de algodón ricamente bordada. Había también un arcón hecho de palma tejida y algunos tapices colgados de las paredes que hacían la habitación más agradable. Finalmente Pacal vio como los rayos del sol del atardecer se colaban por la pequeña puerta que daba directamente al patio; después fue cerrando poco a poco los ojos hasta quedar dormido.    
     
  Esa noche Pacal murió, tenía setenta y ocho años, y desde hacía cuarenta y tres gobernaba en la gran ciudad.    
     
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La preparación de los funerales

   
     
  Se reunieron en la habitación, alumbrados por hachones encendidos, la esposa de Pacal, Ahpo Hel; sus dos hijos, Chan Bahlum y Hok; los sacerdotes de mayor jerarquía y algunos de los más importantes funcionarios. Los sacerdotes llevaron a cabo los primeros ritos funerarios que debían realizarse ante un Halach Uinic tal como lo marcaba la tradición: encendieron sahumerios, pronunciaron discursos fúnebres e hicieron las primeras ofrendas con alimentos y objetos que acompañarían a Pacal en el otro mundo. Todos oraron mucho para que el viaje de Pacal por esas regiones no fuera difícil.    
     
  Cuando amaneció la noticia corrió de boca en boca por toda la ciudad. En las plazas y en los palacios no se comentaba otra cosa. Fueron despachados mensajeros que llevaban las malas nuevas hacía todos los pequeños señoríos tributarios de la Gran Ciudad. El pueblo estaba entristecido; en las caras de todos se veía el dolor por la muerte de Pacal en Grande.    
     
  En palacio comenzaron los preparativos para el funeral. La tumba ya estaba lista, pues el mismo Pacal había ordenado su construcción. Se trataba de una pirámide de grandes dimensiones que daba a una plaza. Esa pirámide estaba coronada por un templo que tenía al frente un corredor. En el piso de este corredor, justo frente a la entrada del recinto del dios, había una losa que cubría unas escaleras; por ellas se bajaba al interior de la pirámide, hasta llegar incluso más abajo del nivel del piso de la plaza. Las escaleras terminaban en una cámara donde debía descansar el cuerpo de Pacal.    
     
  Los artesanos del palacio de afanaban en el trabajo para fabricar algunos objetos que aún no estaban listos y que Pacal debía llevar en su viaje al otro mundo: entre ellos, una máscara que elaboraba cuidadosamente un viejo artesano, el mejor artista dedicado a tallar piedras de jade. Este hombre había trabajado con esmero y delicadeza un buen número de trozos de jade de diversos tamaños para formar la máscara. En ella debían reproducirse fielmente los rasgos del Gran Pacal, ya que cubriría por la eternidad el rostro del gobernante muerto.    
     
  Otros artesanos trabajaban en la fabricación de tocados de plumas que serían llevados por los nobles y por algunos sacerdotes durante los funerales; y otros más, daban los últimos toques a collares, pulseras y adornos que llevaría el cuerpo del Halach Uinic Pacal.    
     
  Los mensajeros recorrieron toda la provincia tributaria de la Gran Ciudad llevando la noticia de la muerte de Pacal. Uno de ellos llegó a un pueblo apartado donde vivía la familia de la pequeña Xuxtac que pertenecía a uno de los más antiguos linajes de la región. Desde hacía muchos años, parientes suyos, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo habían sido gobernantes de ese pequeño señorío que por mucho tiempo había sido tributario de la Gran Ciudad donde reinaba el linaje de Pacal. La familia de Xuxtac estaba compuesta por Kabil, su papá, gobernante del pueblo; por Yabil, su mamá; por Kabil, su hermano mayor, al que llamaban Kabil “el joven” para diferenciarlo de su padre que llevaba el mismo nombre, y por Bacam, su hermano menor.    
     
  La Gran Ciudad estaba lejos del pueblo; sólo la conocían Kabil y Yabil. Kabil porque debía ir regularmente a tratar asuntos relacionados con el gobierno, y Yabil porque tenía un pariente allá; una hermana, que desde hacía tiempo estaba casada con un noble funcionario del gobierno de la Gran Ciudad. Yabil solía aprovechar algunos viajes de su marido para pasar unos días en casa de su hermana. Pero ninguno de los hijos había visitado nunca a su tía, ni conocía la ciudad.    
     
  Cuando el mensajero que venía de la Gran Ciudad llegó al pueblo fue inmediatamente a la casa grande, la del señor, donde fue recibido de inmediato por Kabil a quien le transmitió la mala nueva: Pacal había muerto. La familia real y los altos funcionarios pedían a Kabil que se hicieran algunos ritos en el templo del pueblo para honrar la memoria del señor muerto. También lo invitaban a que, junto con su esposa, asistiera a los funerales del gran gobernante que debían realizarse en la ciudad. La noticia llenó de tristeza a Kabil, pues Pacal siempre lo había visto con simpatía y por eso los asuntos del pueblo siempre marchaban bien en la capital.    
     
  Inmediatamente la noticia se hizo pública en el pueblo: Kabil envió a dos emisarios para que recorrieran todas las casas informando de lo sucedido. A través de los emisarios se pedía a todo el mundo que se reuniera al día siguiente en la plaza, frente a la pirámide donde se veneraba a los dioses locales.    
     
  Cuando el sol comenzó a levantarse entre los árboles de la selva, la gente se congregó en la explanada frente a la pirámide. Al pie de ella estaban Kabil y el gran sacerdote. Ambos llevaban tocados de plumas y prendas de vestir de algodón cuyos vivos colores brillaban con el sol tierno de la mañana. Entre los dos encendieron un brasero y en él pusieron abundante copal, cuyo aroma se extendió por la plaza impregnando el aire. Kabil permaneció al pie de la escalinata que conducía el templo, mientras por ella subía el sacerdote a quien todos lo miraban. Cuando llegó a la parte alta de la pirámide comenzó a ofrecer fuego hacia los cuatro rumbos del universo, luego se postró ante el pequeño templo construido de cañas y techado de palma.    
     
  Allí oró largamente por el señor Pacal, y a sus rezos se unieron pronto los de todo el pueblo. Cuando el sacerdote concluyó la oración bajó las escaleras y se reunió con Kabil. La ceremonia había terminado. Los hombres y las mujeres que allí se habían reunido comenzaron a dispersarse: unos iban a sus casas, otros dirigían sus pasos hacia los campos de labor que se distribuían como una mancha alrededor del pueblo.    
     
  De nuevo en casa, Kabil comenzó a preparar su viaje. Esta vez Yabil no podía acompañarlo porque una de sus primas estaba a punto de dar a luz y quería asistirla. Kabil habló con su hijo mayor, aquel que llevaba su nombre y le pidió que lo acompañara a la gran ciudad a los funerales de Pacal en Grande.    
     
  Por la tarde el señor Kabil se reunió con algunos hombres de su linaje y entre todos ajustaron detalles para el gobierno del pueblo durante su ausencia. Luego Kabil revisó lo que su esposa le había preparado como equipaje. Cuando cayó la noche ni él ni su hijo mayor permanecieron, como era costumbre, junto al fuego para escuchar las historias que al tío Ah Tepal le gustaba contar. Se retiraron temprano a dormir.    
     
  Cuando amaneció Kabil y Kabil el joven habían tomado camino hacia la Gran Ciudad a la que llegaron la tarde del día siguiente después de mucho andar. Tan pronto como entraron en ella dirigieron sus pasos a casa de la hermana de Yabil donde debían hospedarse.    
     
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Las grandiosas exequias

   
     
  Una mañana, pasados cinco días de la muerte de Pacal, se iniciaron las exequias. La familia del señor, los altos funcionarios y los grandes sacerdotes formaron una procesión a la que se sumaron la nobleza de la ciudad y los señores de las provincias tributarias, entre los que iban Kabil y Kabil el joven luciendo ropas de gala.    
     
  En la plaza, frente a la pirámide que sería la tumba de Pacal, se había juntado todo el pueblo: hombres, mujeres y niños formaron una valla desde el palacio hasta la gran pirámide. La procesión salió del palacio y desfiló entre la multitud. Llevan a Pacal en una camilla cubierta de ricas mantas de algodón adornadas con plumas finas; el color que predominaba era el rojo. Pacal iba ataviado como correspondía a su rango de Halach Uinic: su cara estaba cubierta con la máscara que fabricara el viejo artesano, llevaba en las manos el cetro del poder y lucía las más lujosas prendas de vestir: un braguero bordado, un manto finísimo y un pectoral de piedras preciosas. También lucía collares de jade, brazaletes y adornos en las piernas. El espectáculo que ofrecían los nobles era aún más imponente; todos ellos portaban hermosos atuendos, grandes tocados de plumas de quetzal y ropas de la mejor calidad.    
     
  Cuando el cortejo llegó al pie de la pirámide Pacal fue colocado sobre una plataforma para que todo el pueblo lo viera. Se pronunciaron allí los últimos discursos. Un sacerdote, un funcionario y Chan Bahlum –el heredero- hablaron para despedir a Pacal en nombre de todo el pueblo. Allí mismo frente a Pacal, toda la gente oró solemnemente.    
     
  En hombros y rodeado de algunos nobles, Pacal fue llevado finalmente a la cúspide de la pirámide. El pueblo observaba todo con profundo respeto. El cortejo desapareció llevando a Pacal por las escaleras al interior de la pirámide, hasta la cripta donde debía reposar eternamente.    
     
  La cripta era grandiosa, estaba techada por una fuerte bóveda y tenía las paredes adornadas con relieves que representaban a nueve personajes majestuosos: eran los nueve señores de la noche, patronos de los nueve pisos del mundo inferior por donde Pacal debía transitar para llegar a la morada del dios de la muerte.    
     
  Los sacerdotes y nobles del cortejo colocaron el cuerpo de Pacal en un catafalco y lo rociaron con polvo rojo de cinabrio; después se retiraron. Sólo dos de ellos permanecieron en la cripta para supervisar los trabajos de algunos albañiles que debían cubrir el catafalco con una enorme losa.    
     
  Cuando concluyó el trabajo y la losa quedó bien puesta sobre la tumba de Pacal, todos salieron. El supremo sacerdote fue el último en salir y antes de hacerlo pudo examinar con cuidado lo que los artesanos diestros habían tallado sobre la piedra. En ella observó, a la luz del hachón que llevaba en la mano, el magnífico árbol de la vida que salía del cuerpo de Pacal al que se representaba en el momento de caer en las regiones del inframundo. El espectáculo lo emocionó profundamente. Salió de la cripta y subió las escaleras. Finalmente apareció en la cúspide de la pirámide frente a todo el pueblo; entonces avivó el fuego de los braseros y pronunció con voz potente un discurso. Sólo al final dijo que todo estaba concluido.    
     
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El regreso

   
     
  Diez veces el sol salió y diez veces se ocultó. Ese tiempo duró la ausencia de los viajeros.    
     
  Una madrugada, poco antes que saliera el sol, Kabil y su hijo regresaron al pueblo. Se encaminaron a la casa grande y entraron en ella sin hacer ruido. Todos dormían y como no quisieron despertar a nadie se quedaron a descansar en una habitación contigua a la cocina. Apenas comenzaba a levantar el día cuando la más vieja de las sirvientas de la casa entro en el cuarto donde reposaban los viajeros. Tan pronto como los descubrió, dio aviso a la señora. Yabil se levantó, se lavó la boca, la cara y las manos, rehízo sus trenzas y se vistió apresuradamente. Luego fue a la cocina y preparó con la ayuda de la vieja sirvienta un rico chocolate en vez del acostumbrado potzol. Cuando el señor Kabil despertó, vio a su esposa que le ofrecía una jícara de espumoso chocolate. El joven también abrió los ojos y se alegró tanto de ver a su madre como de tener ocasión de beber esa tan aromática bebida que tanto le gustaba. Los tres conversaron comentando algunos pormenores de los días pasados. Los viajeros hablaban de su recorrido y de la Gran Ciudad, así como de los parientes que en ella vivían y de los funerales del Gran Pacal; la señora Yabil contaba lo que había ocurrido en el pueblo durante los diez días que había durado la ausencia de los viajeros. Entre otras cosas que su parienta había dado a luz un hermoso niño.    
     
     
  Cuando el sol subió un poco más en el cielo, el joven Kabil fue al cuarto donde dormía la pequeña Xuxtac. Entró, se arrodilló junto a la niña dormida y la despertó acariciándole la cabeza. -¡Kabil! ¡Hermano! ¿Cuándo llegaron? –dijo la niña extendiendo los brazos hacia su hermano -¿Y mi padre?, -agregó.    
     
  -Está con nuestra madre; conversan ahora. Llegamos antes que el sol saliera.    
     
     
  -Qué suerte tuviste de que mi padre te llevara a la Gran Ciudad. Debe ser bonito allá. ¿Está lejos?    
     
  - Sí, está muy lejos. Hay que caminar mucho. ¿Te acuerdas de que el día que iniciamos el viaje salimos muy temprano?, pues tomamos el camino que va hacia el norte y caminamos y caminamos hasta llegar a la gran vereda. Tú nunca la has visto, pero es ancha y hermosa.    
     
  -¿Viste cosas bonitas por el camino? – Preguntó la pequeña Xuxtac.    
     
  -Uh, sí, muchas. Cuando íbamos por la vereda, después que acabamos de pasar por los sembradíos, atravesamos la selva. Bueno, ya alguna vez hemos ido juntos a asomarnos a ella, pero cruzarla es una gran experiencia. Imagínate: te ves envuelto por el canto de miles de aves, sientes que están al alcance de tu mano, pero no puedes verlas porque se ocultan en el follaje de los árboles. Te debo confesar que pasé miedo cuando nos topamos con una serpiente venenosa.    
     
  -¡Qué horror!    
     
  -Mi padre la mató con una piedra.    
     
  -Y dime ¿Cómo es la ciudad?    
     
  -Tan bella que no das crédito a tus ojos. Llegamos al atardecer, ya habíamos caminado muchísimo. La vereda cruzó los últimos árboles de la selva y nos vimos entre enormes sembradíos; de pronto apareció la gran ciudad. Las casas son enormes y todas están construidas de piedra. Los templos son imponentes también; son aún más grandes que el de nuestro pueblo, con eso te digo todo.    
     
  -¿Más grande?    
     
  -Sí, y todos los demás templos son altísimos como cerros. Sus escaleras tienen cantidad de escalones. Todo está recubierto de estuco y pintado. Desde abajo se alcanzan a ver las entradas a las moradas de los dioses. Son muy bellas. A los lados de las puertas hay figuras e historias grabadas en la piedra.    
     
  -Y las casas, ¿Cómo son las casas de la gente? –Preguntó la pequeña Xuxtac.    
     
  -Ya te dije, son enormes y muy limpias. Junto a los templos más altos se encuentra el palacio de los señores principales; en ese palacio vivía Pacal. Un día mi papá y yo entramos en él porque nos invitaron a comer. Es grandioso; Tiene muchos patios rodeados de corredores, y las habitaciones son también incontables. El salón donde comimos daba a uno de esos patios; había en él muchas plantas y un estanque en el centro, donde pude ver muchos pececitos. También había en los corredores algunas jaulas de pájaros. Dentro del salón había muchos petates acomodados para sentarnos en ellos. Una parte del piso estaba cubierto con finas mantas de algodón y sobre ellas había enorme jarros con bebidas refrescantes. Luego que nos sentamos trajeron unos canastos con ricas tortillas y platos con tamales. Inmediatamente comenzaron a llegar los demás platillos. Comimos riquísimo: guajolote en achite, tortuga guisada en salsa de pepitas, carne asada de mono y luego los postres. Hum… Te hubiera encantado probar todo eso.    
     
  -¿Dónde se hospedaron?    
     
  -En casa de la tía.    
     
  -¿También es bonita la casa de la tía?    
     
  -Sí, aunque no tan grande como el palacio. También tiene muchas habitaciones y hay en ella muchos sirvientes. Mi tía es muy simpática y su esposo, que trabaja en la recaudación de tributos, es divertidísimo. Un día nos invitó a cazar. Fuimos hasta la selva y armados de arcos, flechas y cerbatanas cazamos algunos pájaros de buen tamaño que después comimos. De verdad que me divertí mucho.    
     
  No acababa de decir esto Kabil, cuando entró corriendo Bacam, el hermano menor.    
     
  -Kabil ¿Qué me trajiste?    
     
  -Primero ven y salúdame y luego te daré lo que te traje de la Gran Ciudad.    
     
  El pequeño abrazó a su hermano y luego le dijo:    
     
  -¿Qué me trajiste?    
     
  Kabil se levantó y salió en busca de su morral en donde había guardado los regalos que traía para sus hermanos. Cuando entró de nuevo en la habitación, tanto la pequeña Xuxtac como Bacam ardían en ganas por ver las cosas que su hermano mayor les había traido. Kabil sacó del morral una muñeca de barro a la que podían movérsele los brazos y piernas. En verdad era bella, parecía una niña recién nacida a la que solamente le hacía falta llorar.    
     
  -¡Qué bonita! Ven a mis brazos bebita. Mira que hermosa cara tienes. Dijo Xuxtac llena de ternura a la muñeca.    
     
  Bacam, mientras, se frotaba las manos impaciente.    
     
  Kabil metió de nuevo la mano en el morral, sacó un pequeño lanza dardos y se lo dio a bacam.    
     
  -¡Qué bárbaro! ¿Y funciona?    
     
  -Claro; además lo conseguí en el mercado con un comerciante que venía de una gran ciudad del norte que está más allá de las montañas**   **A esta ciudad se le conoce hoy con el nombre de Teotihuacán.
     
  -¿En el mercado? Preguntó la pequeña Xuxtac-    
     
  -Sí. –Respondió Kabil-. El mercado es enorme y hay allí muchísimas cosas que los comerciantes traen a vender de todos lados. Hay frutas y verduras, animales que son vendidos tanto vivos como muertos. También venden pieles, joyas, plumas y por supuesto juguetes. De verdad que es enorme.    
     
  -Cómo me gustaría ir allá y ver todo eso – dijo la pequeña Xuxtac.    
     
  -¿Asististe a las ceremonias que le hicieron al Gran Pacal? –Preguntó Bacam frunciendo el ceño.    
     
  -Fueron grandiosas – respondió el hermano mayor-. Los nobles llevaban enorme penachos de plumas y ropa muy vistosa. Todo mundo estaba allí. Había mucha gente del pueblo que, como aquí, es fácil identificar. Se visten también con ropas sencillas, blancas sin ningún adorno y tampoco llevan tocados sobre la cabeza. Todo mundo estaba triste.    
     
  El relato fue interrumpido por el padre que entró en la habitación. Los niños corrieron a abrazarlo. Él también les llevaba algunos regalos. No sólo juguetes sino incluso algunas prendas de ropa.    
     
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  Quince años después, Xuxtac, casada ya con un noble de la Gran Ciudad, recordaba aquellos relatos de su hermano Kabil, ahora gobernante de su pueblo. Recordaba todo eso acariciando la muñeca de barro, regalo de su hermano, que aún conservaba…    
     
     
 
   
 

José Rubén Romero Galván, Pacal el señor de Palenque

[México, 2015]

   
 
   
 
   
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