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Nunca me han gustado los bichos, me dan miedo. Sé que es un temor infundado e intento repetírmelo constantemente para evitar reacciones exageradas en algún encuentro inesperado con un insecto, araña, lombriz o lo que sea. A veces logro gobernarme, pero otras no.

Durante mucho tiempo resolví mi temor de la manera más burda: matando al bicho in situ. Así, sin pensarlo dos veces, en un despliegue de poder innecesario, pero efectivo, que me daba cierta tranquilidad por dejarme la falsa sensación de estar en control de mi situación. Absurdo, lo sé, pero de alguna manera me sirvió durante décadas.

Desde hace algunos años intento cambiar de actitud: decidí no aniquilar al animal in situ. Al menos no siempre. Al principio hacía algo de trampa y, aunque no los mataba, sí señalaba al intruso para que mi gato lo viera y dejaba que la naturaleza siguiera su curso. Después de unos minutos, el felino solía acabar con cualquier bicho. A veces, debo decirlo, el cuadrúpedo no buscaba jugar siquiera y se los comía sin preámbulo, pero yo me lavaba las manos culpando a la inexorable Madre Naturaleza. Desgraciadamente mi gato murió y me quedé sin ayuda.

Muchas veces me encuentro grillos en casa –hay, sin duda, una sobrepoblación de estos insectos en la colonia Narvarte y cada noche se oye su cacofonía que alteran el silencio y mi paz– y procuro expulsarlos de mi territorio sin matarlos. Que vayan y hagan ruido en la casa de alguien más.

Sin embargo, de todos los bichos que uno se puede encontrar en su casa, los que más me inquietan son los arácnidos. Sé que insectos y arácnidos no son lo mismo biológicamente hablando, pero para efectos prácticos los coloco a todos bajo la misma taxonomía de “bichos”, sean arañas o escorpiones, y no voy a hablar de los ácaros porque si no los puedo ver... quiero pensar que no existen.

Con las arañas me costó mucho trabajo cambiar de actitud. Tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no matarlas en cuanto las veo. Una vez localizado el bicho, no hay tranquilidad posible. A veces, dependiendo de la apariencia del arácnido, me gana la debilidad y acabo descargando un zapatazo que deja embarrado el vientre del animal en la pared. Otras veces, pocas, me refreno y dejo que el bicho prosiga su camino con sus ocho patas, tratando de convencerme de que no me va a picar, sino que acabará con la vida de uno o varios grillos para alimentarse. Las arañas son mis aliadas, me repito como un mantra en el que, sin embargo, no creo.

Ayer, preparándome para meterme a bañar, vi una araña y me contuve. La dejé en la pared y continué con mi rutina. Me bañé y luego salí rápido del lugar, esperando que el arácnido regresara a su escondite, pero se quedó adherida a la pared el resto de la tarde y yo amedrentado cada vez que necesitaba entrar al baño. Ya de noche me senté en el retrete. Mientras intentaba evacuar mis intestinos, la araña decidió salir de su letargo y empezó a caminar, delante de mí, por toda la pared. Todos mis esfínteres se cerraron en un acto reflejo, volviendo inútil mi estancia en el lugar. Lo único que pude hacer fue observarla.

El bicho movía sus ocho patas lentamente, una por una, como si cada una tuviera vida propia, llendo a su particular ritmo, pero logrando el objetivo común. Yo, inmóvil. El animal acabó, luego de un rato, por escurrirse en el intersticio que forman el quicio y la puerta, como si hubiese decidido darme algo de privacidad. Unos cinco o diez segundos después, cuando mis músculos recuperaron su capacidad motriz, decidí salir a rastrear al arácnido. Pensaba, en realidad, que seguiría en ese resquicio, favoreciéndose de la sombra, pero cuando abrí la puerta –con extremo cuidado–, ya no estaba.

Yo suelo asociar la pérdida con el descuido y por esa rendija es donde se cuela el enojo. Llevo toda una vida luchando en contra de mis descuidos, de mi falta de atención, de mi capacidad infinita para distraerme –pensaría que lo primero que perdí en la vida fue la concentración, pero aún no estoy tan seguro de haberla tenido alguna vez; quizá sea sólo un espejismo. Y, como una reacción en cadena de asociaciones, paso de la pérdida al descuido, a la pendejez y, de nuevo la lógica euclidiana, concluye: Perdí mi pastillero, ergo, soy un pendejo.

Encendí una linterna y busqué, meticulosamente, por todos lados dónde habría podido irse la araña, pero no encontré ni rastro de ella. Es como si se hubiera esfumado. Durante toda la noche me picó el cuerpo por el temor de que esa araña fugitiva hubiese podido posarse encima de mí. Soñé, incluso, con un ataque de arañas violinistas y, claro, no dormí bien.

En la mañana, me metí a bañar temeroso, pero con la esperanza de volver a toparme con la araña. Ahora estaba decidido a abandonar mi nueva actitud conciliadora y compraría mi tranquilidad a costa de su vida, pero no apareció.

Después de vestirme, intenté escribir este texto en mi escritorio. No pude. Pensaba que el arácnido podría subir por mi pierna para atacarme, así que tuve que salir y hacer de un Starbucks mi momentario espacio de tranquilidad.

Ahora estoy en la disyuntiva de volver a mi casa o abandonarla junto con todas mis pertenencias y no volver jamás. Mi casa dejó de ser mía; ahora es el hogar de esa araña a la que le perdoné la vida y me ha condenado al exilio del puro miedo que le tengo.

Al parecer, mi nueva vida fugitiva ha empezado en lunes.

   
 
   
 
Rafa Carballo, Araña
[Ciudad de México, septiembre, 2018]
 
 
   
 
   
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