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Pero el amor, esa palabra…
   
 
Julio Cortázar
   
 

El pasado doce de febrero se cumplieron treinta años del fallecimiento de Julio Cortázar. Cuando impartía clases en algunas ciudades provincianas de Argentina, en esa condición de suficiente soledad que es necesaria para hacer algo absurdo, leyó la obra completa de Sigmund Freud: eso que se hace cuando uno tiene todo el día libre y absolutamente nada que hacer, dice Julio Cortázar en entrevista en la Librería El juglar. A pesar de que era más admirador de Jung que de Freud, podemos suponer que la lectura de los textos freudianos pudo haber influenciado su obra. Re-crearemos una construcción reflexiva entre el autor de Rayuela y el inventor del psicoanálisis. Lo haremos a propósito del aturdimiento amoroso de Horacio Oliveira.

Carlos Fuentes decía que la clave de Rayuela está en el comienzo: ¿Encontraría a la Maga? Esta pregunta precipita otras: ¿Quién la encontraría? ¿Quién es la Maga? ¿Quién la busca? ¿La ha perdido?

En el capítulo cuarenta y ocho de Rayuela, Horacio Oliveira  está de vuelta en Argentina. Viene de París. Después de la muerte de Rocamadour y de la partida de la Maga, regresa derrotado. A pesar de su ausencia, Horacio cree ver a la Maga en todos lados: un deseo incontrolable le había arrancado del inconsciente la imagen de la Maga para proyectarla contra la silueta de cualquiera de las mujeres a bordo del barco de regreso. Cuando conoció a Talita, esposa de su amigo Traveler, sintió bruscamente que encontraba un “falso parecido total”. Cualquier cosa, cada rincón, le recuerda el amor perdido. Le irritaba la psicología analítica, pero era cierto: el amado deja de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión. Siempre nos hallamos buscando el amor. A pesar de todo, lo creemos posible. No somos tan libres como imaginamos.

En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud dice que el enamorado actúa como un hipnotizado. El amante idealiza al amado. El enamoramiento comienza con una alucinación erótica. El deseo amoroso es el sueño de los vivos. De tal modo que en principio no se ama a quien realmente está enfrente, sino a una imagen, un gesto, un tono, una fantasía… Es el momento del flechazo. En Fragmentos de un discurso amoroso,  Roland Barthes lo describe así:

En la imagen fascinante, lo que me impresiona (como si fuera ya un papel sensible) no es la suma de sus detalles sino tal o cual inflexión. Del otro, lo que me llega bruscamente a tocarme (a raptarme) es la voz, la caída de los hombros, la esbeltez de su silueta, la tibieza de la mano, el sesgo de una sonrisa, etc. Desde ese momento ¿qué me importa la estética de la imagen? Algo viene a ajustarse exactamente a mi deseo (del que ignoro todo).

Así le sucedió a Horacio Oliveira, quedó prendido de un encuentro: Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas…  No sólo se trataba de esa “delgada cintura” o de esa “sonrisa sin sorpresa”, sino de algo que se ajustaba perfectamente al quiebre de su razón: A Oliveira lo fascinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales.  

Horacio, moralista y metafísico, está raptado por una imagen fascinante. Desconcierto: la fascinación es el estado del amante. En El sexo y el espanto, Pascal Quignard explica que fascinus es la palabra romana para nombrar el phallós. La imagen amorosa crea un rapto que inflama el deseo. Rapto: no estoy en mí, me busco en ti. Hay una emoción ilimitada. Parece que no hay control y no hay fronteras. La atracción es intensa. El enamoramiento crea un estado anímico extraordinario. Diotima le dijo a Sócrates que el amor es un gran demonio y en el Renacimiento Ficino reconoció que todo el poder de la magia se basa en el amor, un amor que se cumple por fascinaciones, encantamientos y sortilegios. Siglos más tarde, Freud y Cortázar dicen que el amor se parece a un sueño que no se sabe si se busca, se encuentra, se pierde, se esfuma…

Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga… En este sueño reside la felicidad: ¿Encontraría a la Maga? La encontró y la perdió. Luego, la veía en otras mujeres. El amor comienza con este re-encuentro, con esta fascinación. Sin embargo, queda hacerse estas preguntas: ¿Quién es Lucía? ¿Quién está detrás de la Maga? ¿A quién se ama? En ese momento comienza la pregunta por el otro. El amor se imagina mágico y perfecto (Yo me llamo Lucía pero vos no tenés que llamarme así ―dijo la Maga), pero sucede que la realidad es diferente a los sueños. Roto el hechizo, puede acontecer la decepción y el reproche mutuo: pueden sonar los tambores de guerra, la demanda impositiva, la batalla sin fin… También puede comenzar un vínculo de solidaridad: ya no el rapto del enamoramiento, ya no la eternidad de las batallas, sino la cotidianidad, la solidaridad, el cuidado mutuo, el placer compartido. Después del flechazo, hay posibilidad de otro encuentro (oportunidad que un psicoanálisis puede abrir). Ya no se trata del sueño del hipnotizado, ni de una guerra interminable; se trata de compartir el dolor de vivir: consolarnos mutuamente de algo incurable e indescifrable…

 

   
 
   
 
Abraham Godínez Aldrete, Cortázar, lector de Freud: La Maga, la magia y el amor

[Guadalajara, México, 2014]

   
 
   
 
   
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