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El trago de luz
El trago de luz
     
     
     
     
 

El sol se estaba poniendo detrás de los cerros; por otro lado la luna se estaba revelando, brillante y embarazada. Los veía desde la ventana del colectivo yendo al pueblo. Quería abrirla pero el aire acondicionador estaba echando una racha fría supuestamente a propósito, y me conformaba con un abrigo que no debería tener lugar en los valles calientes del río balsas. La vegetación fue ascética, pasto seco moviéndose con vaivén suave, árboles con hojas grandes y raíces enredadas, cactus con dedos largos, estirándose tres o cuatro metros hasta un cielo infinito. Todo se quedaba en sombra, los cerros de este mundo terrenal sirviendo como lienzo del juego entre los grandes dioses de arriba y de abajo. Después de seis horas de viaje, y cuatro transbordos del camión, apenas estábamos llegando a nuestro destino, un pueblo nahua cerca de Chilpancingo. Iba con Tobías, un amigo de la ciudad, y con Rafa, un amigo suyo. Tal vez me veía extraña acompañada por estos dos chavos indígenas mexicanos, con mi cabello enorme y mi cara y acento de extranjera. Hasta la abuela del café en Cuernavaca donde compramos tortas para el viaje me preguntó que tan bien conocía a mis compañeros. No se podía evitar el recuerdo de los acontecimientos del año pasado que había resonado mucho más allá del territorio mexicano: la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Habíamos salido de Iguala, y aquí en estos mismos cerros plegados se había encontrado un sinfín de fosas clandestinas—ninguna de ellas con los restos de los estudiantes que buscaban. En medio de la belleza de la naturaleza y de las costumbres antiguas de las comunidades originarias, los desaparecidos, los asesinados y los perdidos fueron las fantasmas que acompañaban a todos.

Rafa contaba historias—violentas, chistosas, cotidianas, revolucionarias. Nos había invitado, dos extraños perdidos sin familia en la ciudad, a su casa para pasar Navidad. Yo había conocido a Tobías en un café por el centro de Coyoacán. Él trabajaba como barista y yo solía ir cuatro o cinco veces a la semana para trabajar. Así poco a poco había conocido a todos que trabajaban allí, y así nos volvimos amigos. A pesar de todos los años que había frecuentado cafes en mi vida, esta fue la primera vez que había encontrado realmente una comunidad, un grupo de amigos que podía ver cada vez que pasaba enfrente de la barra de madera. Soy escritora introvertida que puede soltarse en un baile desenfrenado, feroz. Cuando trabajo, estoy callada y contemplativa. Cuando bailo, mi risa se explota como mi cabello suelto.

—Mira la luna, Alaya—dijo Tobías—No se ve así en la ciudad.

—Sí se ve en la ciudad! Es sólo que allá no te agrada y no miras al cielo.

Se rió suavemente. —Tal vez, tal vez.

Llegamos al pueblo. Rafa vivía en una casa azul en las orillas. Nos saludaron un niño y su mamá, saliendo de la cocina. Olía a nixtamal y a mole hirviendo. Rafa, Tobías y yo nos quedamos en el patio, tomando mezcal de Chilpancingo, su sabor sutil y sin embargo fuerte. Se quedaba en el pecho, calentándolo con la humedad y el calor de la tierra.

Veíamos otra vez a la luna, un dije colgado entre los cerros y respiré profundamente.

—Me rindo—le dije a Tobías —Así no se ve en la ciudad.

—Te dije!

Seguimos viéndola en la hamaca torpemente compartida, meciendo con el empuje suave de la mano de Tobías. Me gustaba la sensación del calor de su cuerpo contra el mío. Me gustaba tocar su piel suave, ver su sonrisa relajada en la noche de la víspera de Navidad. Y no sabía si me gustaban esas cosas porque me gustaba él o sólo porque aveces tocar otro ser humano, otro querido y lindo y metido en alguna manera en tu corazón es la necesidad rica de la felicidad en una vida corta.

No había viajado a la casa de mis padres para evitar complicaciones pero igual los extrañaba, igual pensaba en la música de mi tía, en los bailes de mi padre, en los diez pays de camote que hacían aún en ese mismo momento que me quedaba con amigos en un pueblo lejos de todo, tomando mezcal casero. Miraba hacia el cielo. Extrañaba todo, amaba todo, que rico es la vida, y que corta. No hay lugar que te recuerda más de esa tensión que los valles calientes de Guerrero. Nos faltan 43 decían en México. Pero eran chavos de esta misma tierra, de los pueblos indígenas justo como este. Aquí se bromeaban de los 43; no decían que fue el estado porque sabían que siempre fue así, iba a ser así, y la única manera de seguir con la vida que les quedaba fue tomar todo al pecho, y todo en broma. En México los 43 eran un asunto de la solidaridad política. Aquí al lado del río balsas donde decían que alojaron las cenizas de los normalistas quemados, eran hermanos e hijos y amigos queridos.

—¿No es peligroso?—le pregunté a Rafa.—¿Hacer documentales de la violencia narco y de los grupos autodefensas?

—Todo es peligroso, me dijo. —No hay más que enfrentarlo.

Rafa había participado en una acción campesina para desalojar una red de secuestradores que operaban en los pueblos cercanos. Lograron liberar a los secuestrados y agarrar a los responsables, pero el ejército no los querían.

—¿Qué les pasó, entonces?—pregunté.

Rafa hizo mueca. —Esta parte no les quiero contar—dijo.

—No, en serio, wey— dijo Tobías. —¿Qué les pasó?

Rafa rellenó su caballito. —Los dimos a las familias. De los que se habían secuestrado. Y hasta los entregaron muertos, wey. Muertos, después de diez mil varos, los entregaron muertos. Ya, los dimos a las familias.

Se quedó la historia allá. Tenía la impresión de un trama más largo, complicado, sangriento. Difícil contar. Peligroso contar, aún entre amigos en una noche con rachas tibias que olían a cohetes de la iglesia en vísperas de la Navidad, en vista de la luna y de la estrella de la noche.

Poisson Alaya

Navidad, el día siguiente. Despertamos desvelados pero con la cruda leve. Fue por el mezcal puro, nos dijo Rafa. No da tanta resaca como los destilados con aguardiente que compras en la ciudad. Rafa y sus amigos cotorreaban de narcos. De periodistas. De normalistas. Todo en broma, la broma nacional de México, mórbida, con dientes. Te ríes para que no llores. Llegaríamos en corto al puente sobre el río balsas dónde íbamos a nadar.

—Está en el pueblo arriba—dijo Rafa.

Y el tiro inmediato de su amigo José, que llamaban el padrino: —¿Dónde? ¿El cielo?

Nos reíamos un buen. Luego bajamos del taxi del amigo de Rafa (me parecía que todos eran amigos de Rafa) y dejamos las cosas sobre la base del puente. Había mujeres lavando ropa con sus niños desnudos gritando con risa a su lado. Hombres pescaban con redes alojadas desde la orilla, llenando cubos plásticos con roncadores mientras sus mujeres lavaban las viseras en el río arriba. Burros comían pasto tranquilamente detrás de las cercas ubicuas. Tobías temía al agua, podía nadar pero no muy bien. Toda su vida había tenido pesadillas de tsunamis, de olas enormes que le amenazaba desde la costa como muros infinitos hasta que se despertaba en su sudor, jadeando. Tenía el mismo sueño al menos una vez a la semana, me dijo. Venía de un pueblo amuzgo de la costa de Oaxaca. Desde el cerro más alto de su pueblo se podía ver el mar, y temía al agua. Era valiente, pensaba, meterse en el río con nosotros aun así. Brinqué con Rafa desde el pilote al punto más profundo, un remolino feroz que nos llevó hasta dónde se quedaban Tobías y José. Salimos por las chelas y la comida que traíamos, pero ya la habían encontrado las hormigas. Nos mordieron mientras gritábamos y intentábamos desalojarlas. Veía a Rafa, con su sonrisa linda, los pliegues como abanicos de sus ojos, el agua saliendo en choros de su espalda. Me sentía bien, llena del sol, del agua, de placeres sexuales que no requerían nada más que mi cuerpo sano y fuerte en vista de los demás.

Nos empezaron a picar los mosquitos. Yo andaba un poco preocupada, como siempre, por mi sangre dulce. Soy como un banquete de Navidad de zancudos.

—En mi pueblo—dijo Tobías—se murieron tres del Chikungunya.

—Neta?—dijo Rafa —Acá no wey. Acá pagamos los impuestos wey. No te toca el Chikunga si pagas los impuestos.

Un momento pasó y nos empezamos a reír otra vez. El sol se estaba poniendo sobre el río balsas. Por quince minutos, el mundo se veía rosa, bonito, perfecto. Nos habíamos bañado en las cenizas de los desaparecidos. No lo habíamos olvidado. Nos reíamos un chingo.

Poisson Alaya

Esa noche Rafa preparó el cubo de peces que habían comprado de un pescador andando a casa en burro. Bailábamos mientras le esperamos, a son cubano y a son jarocho y a unas canciones de funk, canciones de mi tierra y de mi gente tan lejanos de acá. Tomaba mezcal, puro mezcal suave, ya no podía aguantar más chela. Tobías tenía todo el ritmo, pero a los dos nos faltaban las vueltas. Nos reíamos mientras él y yo a su vez intentamos llevar en el baile. Aparecía Rafa de vez en cuando en la puerta de la cocina para darnos indicaciones inútiles.

—Tienes que indicar la vuelta cuando jalas la mano, Alaya.

—Yo sólo sé seguir wey!

Fue como intentar hablar un idioma que sólo sabes escuchar; podía sentir el baile pero no dirigirlo. La vuelta va así y así tres veces, ¿no? y después tú tornas y después yo—y ya, habíamos perdido el ritmo. Estuvo bien, tomé más mezcal. Me asomé a la cocina.

—Ya casi, ya casi, Alaya—dijo Rafa. Se veía lindo concentrándose en la comida. Les había regañado un poco, medio broma, por no aprender cocinar en la ciudad y esperar hasta que lleguen al pueblo para que las mujeres les cocinen algo. Tal vez por eso él estuviera tan esmerado en el proceso de freírlos. Olía al pescado y al aceite. Me quedé viendo. Se volteó.

—¿Qué buscas, Alaya? ¿Tienes hambre?

—Es sólo que me interesa como los cocinas—dije.

He sido vegetariana toda mi vida, nunca he cocinado pescado ni carne. Me interesaba, sí, el proceso. Igual me interesaba él. Pero salí pronto; quedó claro que no quería que le viera como perra callejera. Me encontré muy contemplativa, moviendo mi cabeza ligeramente a la música de Rafa. Salió otra vez de la cocina.

—Pueden bañarse si quieren—dijo, indicando el baño que había descrito como manual el primer día. Quería decir que sólo se podía bajar el excusado con una cubeta de agua, la que rellenaba con los dos barriles puestos a lado. Pensaba, ingenuamente, que estuvo bien para el excusado pero seguro que había una regadera en otra parte de la casa. Parecía que no, y tendríamos que usar esas cubetas del barril igual para echarnos agua y bañar. No me molestaba; hacía calor aún en la noche y tenía muchas ganas de enjuagar los residuos del río de mi piel. Mi cabello fue otra historia. Estuvo tan enredado que casi se estaba volviendo rastas, pero sin mi peine y acondicionador no tenía manera de arreglarlo. Por lo menos me parecía que a Tobías y a Rafa les gustaba mucho mi pelo tipo melena. Verme bonita en sus ojos no fue nada malo. Me conformé con la ducha fría de cubetas, una sensación rica que llegó hasta un dolor leve—mi piel contrayéndose bajo chorros tibios que llevaron al drenaje el mugre y el lodo del río, el sudor de mi cuerpo bien vivo, bien sensible. En la ciudad a Rafa le llamaban el chamán por sus estudios de los curanderos de su pueblo. No lo sabía entonces. Sólo sabía de su imagen puesto al lado interior de mis párpados, como un cuadro: el hombre sonriendo. Yo había entrado al agua primero, él me siguió. No quería mojarme por completo pero él empezaba a salpicarme con manojos de agua. Nuestras carcajadas resonaban contra el cimiento de los pilotes y el largo suspiro del río y me caí, abrumada con dicha.

Salí del baño. Los pescados estuvieron casi listos. Le ayudamos a Rafa a calentar las tortillas de la mañana, un poco del mole y queso con chile para mi. Nos sentamos en la mesa grande del patio, los chavos con chelas y yo con mi caballito de mezcal. Tuvimos mucha hambre. Los chavos atacaron a su comida como si la hubieran pescado de verdad. No hablamos. Después de un rato me encontré fascinada de los pescados, de sus escamas grises y crujientes, de la carne blanca y quebradiza, y, sobre todo, de los huesos tan delicados que eran translucidos. Se desplegaron de la columna como las cuerdas de arpa, o las teclas de marimba, una secuencia fibonacci cuya belleza me puso a pensar en los sonidos ahogados del río. De una sinfonia bajo de la superficie que sólo conocen los peces: el chillido de los lombrices antes de volverse comida, el bajo del bagre moviéndose con deliberación contracorriente, los punteos agudos de un millar de roncadores que brillan en el sol cuando, de rato en rato, se brincan sólo para sentirse bellos en el silencio del aire.

Hace cinco horas (no, menos, nada más de tres) estuvieron vivos. Y ahora eran nada más de una pila de huesos rotos, escamas quemadas, aletas, cabezas. Pero Rafa comió aun los ojos y los cachetes.

—Mira la cara de Alaya, wey!—dijo Rafa a Tobías. Me asusté. Tobías se veía apenada.

—Te da asco verlo, Alaya?—Tobías me preguntó.

Me di cuenta de que había estado mirando su comida fijamente por un buen rato.

—No, claro que no! Perdón, es sólo que se ve interesante. Tu manera de comer los pescados.

Soné absurda. Tobías se rió, incomodo. Intenté cambiar mi vista al otro lado. 

Rafa despedazó la cabeza de otro pescado con sus dedos. Enarcó las cejas. —Qué rico los ojos—me dijo, provocándome con una sonrisa.

—En partes de la China se consideran las mejores partes—dije.

—Pero como le mirabas a Tobías!

Me sentí ridícula, la perra callejera otra vez. ¿Por qué aveces me quedaba viendo, en vez de participar? Siempre me imaginaba que tenía algo que ver con mi vocación de escritora. Que tengo que ver cosas fijamente por mucho tiempo para realmente poder contarlas después. Pero a lo mejor no sólo es así. A lo mejor veo las cosas desde lo lejos para fingir, sólo por un rato, que la vida es observable, entendible, y que si la logro a entender, no me moriré. En una historia, el presente es siempre. En una historia, el final y el principio son más bien ubicaciones, no tiempos. Cada momento se puede volver a visitar. Pero por lo mucho que contaran historias de sus días en el sol, eses peces no volverían a la vida. A pesar de todas las esperanzas de una vida más justa que tuvieran los normalistas, el estado les mató, les escondió, y mintió con la colaboración de cientos de lo que realmente pasó. ¿Qué sirven historias a los normalistas? ¿Qué sirven historias a los anónimos en las fosas clandestinas de los cerros de Guerrero? ¿Qué hacía aquí yo, con mis ojos hambrientos y mi oídos devoradores?

Pero Rafa siempre contaba cuentos, igual que yo.

Poisson Alaya

Fuimos a una quinceañera, una quinceañera del pueblo, de la Navidad, el último respiro de una fiesta que al parecer nunca terminaría. No conocí a la quinceañera, por supuesto, pero tampoco la conoció mis compañeros. Fuimos de todos modos, yo apenada por mis pantalones que echaban los olores del río y del mezcal que Tobías había dejado caer encima de mi hace rato. Olores como recuerdos. Recuerdos como música. Música que provoca el baile en sí, el movimiento y el ritmo inextricables, encadenados, la serpiente de doble cabeza y uno corazón. Me empecé a mover. Los pies, las manos, la cabeza arriba y abajo como paloma.

—Siempre se mueve esa chica—dijo Rafa, sentado en el muro detrás del auditorio grande y abierto dónde se llevaba a cabo la función. Los invitados se sentaban adentro, en sillas cubiertas con manteles de color salmón y lazados intrincadamente hacia atrás. Los demás del pueblo rodeaban la pista del baile, viendo a la reina de la noche en su vestido de chifón naranjada, hojaldrada como pastel con glaseado estrellado.

—¿Te gusta la música, Alaya?—me preguntó. La puse atención, pero fue algo procesado y popular, nada que me agradaba. Tipo banda. Hice mueca.

—No, claro que no.

—¿Y entonces porque bailas?

—¿Estuve bailando?

—¡Estás! Mira.

—Pues, si escucho un ritmo lo tengo que seguir.

Se rió. —Eres bien bailadora.

Tobías me tocó el hombro. —Está chido, ¿no?

Sonreí. —Ni sé como bailar a esta música. ¿Tú sabes? ¿Me enseñas?

Se paró. —Yo tampoco sé muy bien.

Pero intentamos. Era algo que me encantaba de Tobías, que siempre intentaba. El baile fue como brincar con un pie detrás del otro, dos adelante en forma de ‘v’ y dos atrás. Así podías bailar en círculos, en vueltas emparentadas con otra persona. Ya podía imaginarme las posibilidades. Se me antojaron. Me volteé a Rafa.

—¿Bailas este?

—No, no, no—dijo, mirándome desde su punto debajo de mi en el muro. Su sonrisa era enorme, una maravilla, pero rehusó pararse. Agarré su brazo e intenté jalarlo. Meneó la cabeza, carcajeando.

—Ay, bueno—dije—Bailo sola entonces.

Seguí así por unos momentos. La música cambió otra vez, una canción con trompetas llorando como los coyotes del desierto, igual procesada para el DJ típico de fiestas quinceañeras pero aún así más apetitosa. Se bailaba zapateando, como a son jarocho, pero se movía más en el espacio. Un hombre desconocido con playera roja, igual observando desde lo lejos como nosotros, se acercó a Rafa. Hablaron por un momento, no los escuché. Luego se acercó a mi. Ni me habló, sólo se extendió la mano.

—¡Pero no sé bailar así!

Se veía un poco borracho, suficientemente para atreverse en sacar una chica desconocida, claramente extranjera, a bailar en la pista de baile casi vacía. Pero mis chicos ni querían moverse de las sombras. Se quedaron allá con Bigote, el perro de Rafa, bien callejero. Y aún el Bigote se había encontrado una perra negrita para pasar el tiempo.

Sonreí. Estuvo bien. Le dejaba a mi galán borrachito llevarme a la pista. Me fijaba en sus movimientos para imitarlos.

Zapateas aquí y aquí y luego volteas…¿en cuál dirección?…no importa lo hago en el ritmo, un momento después de él, luego volvemos cara a cara otra vez. Eché un vistazo a los chicos, que se habían parado por fin para mirarme mejor. Alguno de ellos sacó su cámara. Busqué a Rafa. Lo encontré riéndose, como siempre. El latido de mi corazón se brincó.

Después de un rato, le di mis gracias al galán y regresé al muro con los chicos.

—¿Qué tal?—pregunté a Tobías.

—¡Muy bien!

—Y ustedes mirándome todo ese tiempo sin bailar.

—No sé bailar bien así, Alaya.

—¡Ni yo! Oye, tengo una pregunta. Cuando ese wey hablaba con Rafa antes, ¿le estaba pidiendo permiso para sacarme a bailar?

La sonrisa abierta de Tobías se convirtió a mueca. —Pues, sí. Así es en el pueblo.

Meneé la cabeza. —No manches. ¡Permiso!

¿Y por qué Rafa? pensé. ¿Por qué no José, o Tobías? Preguntas retóricas. Ya sabía, en alguna manera.

En la mañana, la cuñada de Rafa había esperado hasta que su esposo e hijo hubieran comido para servirse. Lo había notado pero no dije nada. Ahora, con Tobías, se me salió.

—¿No te hace raro? ¿Por qué hacen eso? Hace parecer que las mujeres son más bien propiedad y no personas independientes.

—Pues, es complicada.

—¡Hasta los hombres comen primeros!

—Porque tienen que trabajar temprano en las milpas y las mujeres tienen más tiempo en las mañanas para comer. Es una división de labor, no necesariamente implica una falta de respeto para las mujeres.

—Ok—dije—Ok, puedo ver eso. ¿Pero no ves que el rol de las mujeres igual aquí que en la ciudad es…difícil? ¿Rodeado de cercas?

—Sí, pero el asunto es complicado. No puedes llegar a un pueblo indígena como extranjera y declarar después de una noche que los hombres sean bien sexistas y las mujeres sean reprimidas y no sé que.

—¡No decía eso!

—Yo lo sé. Pero muchos lo hacen sin realmente entender nada de la moda de vida en el pueblo.

Nos quedamos callados. No podía desdecirle, ni podía conformarme con la actitud de un wey que quería pedir permiso para sacarme a bailar de un chavo que ni siquiera le había conocido por tres días.

Suspiré. Pasó la perra negra en la calle, y le siguió el Bigote, jadeando. Supuse que tendría éxito tarde o temprano. Así dicen de la persistencia. Pero igual me molestó. Se acercó otra vez mi galán de la playera roja.

—Vámonos—me dijo—Bailamos otra vez.

Me encogí los hombros y sonreí como pedirle disculpas. —Gracias—le dije—pero ya me quedo aquí.

Insistió. Me volteé a Rafa. En voz baja le dije —Mira, si el acorde social dice que tienes que servir como mi guardian, ¡hazlo!

Se vio un poco apenado, igual que Tobías. Pero tomó la responsabilidad.

—Oye, wey, dice que no quiere. Déjala.

El hombre me sostuvo la mano. —Ay, no, ¿no quieres bailar? Vámonos a bailar.

—Te dijo que no, wey!

Reiteró el punto básico suficientes veces para que lo entendiera. Por fin se fue. Me sentí, de repente, todo el cansancio del día. Estaban tocando cumbia otra vez, hasta canciones que me gustan pero en versiones masticadas y ablandadas como el queso americano. Los chavos tampoco querían quedarse por más tiempo. Pareció que su interés en asistir era más bien mostrarme este aspecto tan típico de la vida del pueblo, la fiesta quinceañera que familias pagaban hasta un año de recursos para llevarse a cabo. La gran escala era para ofrecerla la comunidad, para que pudieran compartir las celebraciones con todos.

Una manera tan distinta de ver los recursos del modo capitalista de los Estados Unidos me dio una sensación de alivio profundo. ¿Por qué gastaban tanto por sólo un momento, en lugar de guardarlo para el futuro? Ya sabía: el futuro no es nada más que una serie de momentos. Hacer una gran fiesta sin pensar en la mañana, bailar hasta la madrugada con tus amigos que tal vez no vayan a ver el siguiente año, brincar al río balsas en el calor perezoso, confiando que no haya piedras abajo, y sí, tocas una pero no te lastima y el corriente te lleva hasta dónde están tus amigos, diciendo—Alaya, no tienes que nadar, ya te puedes parar aquí!—y en el brillo del día, el reflejo de sus ojos sonriendo, sabes que todo, todo se va a morir y que este momento, este pequeño trago de luz, es la cosa más preciosa de tu pinche vida. 

Poisson Alaya

Esa noche, me fui pronto a la cama. Dejé a Tobías y a Rafa afuera con el mezcal y sus caras serias y su conversación de la cual no formaba parte. Tobías y yo íbamos a salir solos a las ocho de la mañana para que Tobías regresara a tiempo para su turno en el café. No sé de qué hablaban. Yo soñé. Soñé con viajes, con el desierto, con los dioses arriba y abajo y encima de mi, con un muro de agua sin fin que quería que le temiera y con dos chavos—dorados, brillantes—en una pelea melancólica sobre unas manchas de sangre en el polvo de la tierra.

   
 
   
 
Alaya Dawn Johnson, El trago de luz
[México, 2017]
 
 
   
 
   
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