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Los hombres del diminuto ejército de Hernán Cortés, en la medida en que avanzaba su empresa conquistadora, descubrían un mundo que los llenaba de asombro y admiración. Todo lo que observaban aquellos ojos europeos era digno de ser contado. El primer relato escrito en el que se daba cuenta de tales experiencias lo debemos precisamente a la pluma de Cortés. Se trata de las Cartas de relación que este conquistador dirigió al emperador Carlos V para ponerlo al tanto de las características de estas tierras y de los avatares de la empresa que él y sus hombres realizaban. Otra obra que merece ser mencionada la debemos al ingenio de Bernal Díaz del Castillo quien, pasados más de cincuenta años de la caída de Tenochtitlan, se dio a la tarea de escribir una crónica a la que llamó Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Ambas obras contienen innumerables frases que ponen en evidencia el impacto que causaba la realidad de estas tierras en aquellos hombres que llegaban de más allá del mar.

Uno de los pasajes de la segunda de las Cartas de Cortés que más llaman la atención de los lectores es aquél en el que el conquistador refiere todo lo que pudo observar en el gran mercado de la ciudad mexica, a la que recién llegaba y que, más tarde, caería bajo la fuerza de sus armas. La enorme cantidad de personas que allí concurrían a traficar, el orden en el que se desarrollaban todas las transacciones realizadas en ese ámbito, así como la inmensa variedad de productos que allí se ofrecían sorprenden sin duda el ánimo de quien lee esos testimonios. He aquí un pasaje extraído de tal documento cortesiano fechado el 30 de octubre de 1520:

“Venden miel de abejas y cera y miel de cañas de maíz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey, que es muy mejor que arrope, y de estas plantas hacen azúcar y vino, que así mismo venden.”

Aquí encontramos la primera mención del maguey en un documento que se refiere a las tierras que comenzaban a ser Nueva España. Esta planta aparece allí al lado de muchas otras y de innumerables productos que se comerciaban en el tianguis de la ciudad. Es cierto que Cortés omitió el nombre náhuatl con el que los mexicas la conocían y sólo registró aquél que le daban los habitantes del Caribe, región que conocía pues en ella había pasado algunos años antes de iniciar la conquista de Nueva España. Esta alusión es pues el rastro más temprano del cambio de nombre que sufrió esta planta, pues de ser conocida en náhuatl con el apelativo de metl, vino a ser nombrada por todos como maguey.


Francisco Hernández, Historia de las plantas

Domesticado desde tiempos inmemoriales en el área mesoamericana, el maguey se arraigó muy profundamente en la cultura de dicha región, pues el hombre descubrió desde épocas muy tempranas los numerosos usos que le podía dar. En el siglo XVI, recién instaurado el régimen colonial, visitó la Nueva España Francisco Hernández, protomédico de Felipe II. Fruto de su estadía en el reino fue la obra monumental Historia natural de Nueva España. En ella incluyó una cuidadosa descripción de esta planta en la que da cuenta de los distintos empleos que, surgidos de una experiencia milenaria, el hombre le daba. La lista es detallada y menciona desde la función que cumplía la planta completa delimitando los terrenos de labor y el aprovechamiento de sus hojas o pencas para techar habitaciones, hasta la utilización del “…jugo que mana y que destila en la cavidad media cortando los renuevos interiores u hojas más tiernas con cuchillos de ixtle (y del cual produce a veces una sola planta cincuenta ánforas), fabrican vinos, miel, vinagre y azúcar; dicho jugo provoca las reglas, ablanda el vientre, provoca orina, limpia los riñones y al vejiga, rompe los cálculos y lava las vías urinarias.”

Sin duda, gracias a estos tan variados usos que se le dieron al maguey fue que el hombre lo vinculó con dioses y le dio un sitio en alguna de las historias sagradas que narraban el origen del orden cósmico. Asimismo tales empleos lo convirtieron en un elemento importante de la cotidianidad del hombre de entonces. De todo ello dan cuenta tanto historias escritas con caracteres latinos como antiguos códices pictográficos.

Fray Bernardino de Sahagún, en su Historia general de las cosas de Nueva España, narra que en el mes llamado Tepeilhuitl, la fiesta de los cerros, décimo tercero del antiguo calendario, “mataban a algunas mujeres a honra de los montes. A una de ellas llamaban Tepexoch, a la segunda Matlalcue, y a la tercera Xochitecatl, y a la cuarta Mayauel.” De estas víctimas del sacrificio nos interesa la última quien, igual que las otras, debía ser la personificación de una deidad, ciertamente de presencia discreta en el conjunto de los dioses.


Códice Borgia, lámina 67


Códice Laud, lámina 16

Conocemos la apariencia de la diosa Mayahuel gracias a los algunos códices pictográficos donde aparece representada. Es el caso de una lámina del Códice Laud donde se le puede observar desnuda, en posición sedente, apoyando las espaldas en un maguey florecido cuyas grandes pencas enmarcan por entero su cuerpo. Como único atavío porta un pectoral adornado con cuentas de jade. Lleva en las manos los instrumentos del autosacrificio: las puntas de maguey con las que los sacerdotes y alumnos del calmecac, principalmente, se horadaban la lengua, las orejeas, el sexo y las pantorrillas; también lleva la bola de zacate en la que quienes practicaban el autosacrificio encajaban las puntas maguey ensangrentadas de que se habían servido, para ser ofrecidas a las deidades.

La presencia de esta diosa en las narraciones consignadas en las antiguas crónicas es discreta, cuando mucho, en algunos textos, se dice que era diosa del pulque.

Entre los pasajes de la mitología en los que aparece el maguey debe citarse aquél que refiere un episodio de la epopeya creadora a través de la que los dioses hicieron surgir el mundo en el que vivimos. Esa narración, recogida por fray Bernardino de Sahagún y consignada en el libro VII de su ya mencionada Historia general, da cuenta de cómo inició el quinto sol. Nanahuatzin y Tecuciztecatl se habían consumido en la hoguera sagrada de la que salieron convertidos en el sol y la luna respectivamente. Ascendieron al cielo y se detuvieron en el cenit. Ocurrió entonces algo insólito. “Los dioses otra vez hablaron, y dijeron: ¿Cómo podemos vivir?, ¿no se menea el sol?… Muramos todos y hagámosle que resucite por nuestra muerte… Y luego el aire se encargó de matar a todos los dioses y matólos; y dícese que uno llamado Xolotl rehusaba la muerte y dijo a los dioses ‘!Oh dioses¡ ¡no muera yo¡’…” comenzó entonces una verdadera persecución en la que Hehecatl, el dios del viento, trataba de dar alcance a Xolotl quien, para librarse de morir, “escondióse entre los maizales y convirtióse en pie de maíz, que tiene dos cañas, y los labradores le llaman Xolotl; y fue visto y hallado entre los pies del maíz; otra vez echó a huir, y se escondió entre los magueyes, y convirtióse en maguey que tiene dos cuerpos al que se llama mexolotl; otra vez fue visto, y echó a huir y metióse en el agua, y hízose pez que se llama axolotl, y de allí le tomaron y le mataron.” El desenlace de esta historia consiste en que el sol y la luna comenzaron a moverse del sitio que impasibles habían ocupado en el cenit y desde entonces el sol-Nanahuatzin presidió el día y la luna-Tecuciztecatl sólo se mostró por las noches.

El pasaje transcrito resulta interesante pues nos relata como el maguey fue escogido como escondite temporal por una deidad que se negaba a morir. Ello muestra, sin duda, que esta planta era para el hombre de entonces un elemento significativo en su universo cultural, al grado de aparecer en una narración cuya gran importancia está fuera de toda duda, pues concierne a un momento crucial en el devenir de la creación del mundo en el que vivía el hombre náhuatl.


Códices Matritenses, fiesta de Izcalli

En muchas culturas el alcohol u otras sustancias con efectos similares son elementos importantes en algunos de sus ritos. Entre los nahuas, en distintas fiestas religiosas se bebía el pulque, cuyo consumo estaba prohibido para la población en general, sólo podían beberlo quienes habían cumplido ya cincuenta y dos años y eran considerados ancianos. Así ocurría, por ejemplo, durante la fiesta de Izcalli, en la que, a decir de fray Bernardino de Sahagún, “llegada la noche los viejos y las viejas todos bebían octli, que es el vino de la tierra, y del octli que bebían derramaban antes que bebiesen en cuatro partes del hogar del octli que habían de beber; a esto decían que daban a gustar al fuego aquella bebida, honrándole como a dios en esto, que era como sacrificio u ofrenda.” Según este testimonio, el pulque era ofrecido por los ancianos a los dioses que tenían su morada en cada uno de los rumbos del universo, para después darlo a beber al dios del fuego, a Huehuetéotl, el dios anciano, cuya preeminencia en el panteón prehispánico es indudable. Todo esto ocurría antes de que alguno de los ancianos osara beber de aquel “vino” producto de la planta que nos ocupa.


Códice Xolotl, lámina 8

Difícilmente puede imaginarse el paisaje del Altiplano Mexicano sin magueyes. En efecto, esta planta de una sola floración aparece siempre por donde la mirada alcanza. Esta realidad no escapó a los pintores de códices quienes cuando de representar un paisaje se trataba no omitieron disponer en él uno que otro maguey, dotando así de mayor realismo la escena allí narrada. Es el caso del llamado Códice Xolotl, de la región de Tetzcoco, que el cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl tanto utilizó en sus historias. Se trata de un documento que presenta una serie de escenas que se desarrollan en un espacio que evoca el paisaje del altiplano mexicano. Allí es posible observar magueyes que forman parte de la narración.

La presencia del maguey en tierras mexicanas ha sido en verdad notoria y los usos que desde hace milenios se le han dado son sin duda razón suficiente para que se le considere un elemento de gran importancia en la realidad de estas tierras. No es de extrañar que su presencia en el arte haya sido continua desde tiempos inmemoriales y que se le cuente entre los rasgos que conforman nuestra identidad.




José Rubén Romero Galván, El maguey

[México, 2018]