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Desconozco el motivo por el que me gustan los lápices, pero sí recuerdo que fue un gusto adquirido. De niño los padecí, pero después me gustaron. Quizá sea el olor de la madera, la textura o, incluso, el sonido del grafito en el papel. Lo que me queda claro ya en este 2017 es que un lápiz es uno de esos artefactos del pasado que de algún modo misterioso ha logrado mantenerse vigente y no hay teléfono, tableta o laptop que logre extinguir a esta herramienta centenaria.

Me gusta poder encontrar lápices en los lugares más improbables como en el buró de la habitación de un hotel Gran Turismo, en la acogedora habitación de un hotel boutique o hasta en un hotel de paso de calzada de Tlalpan. Como si se tratase de un elemento de primera necesidad (¿acaso no lo es?).

Me gustan los lápices, además, por su resiliencia ante el repudio que generan; porque la gente nunca opta por un lápiz, sino que lo usa cuando no queda más remedio, cuando no hay una pluma a la mano, sólo un lápiz: “Ah, bueno, lo uso”. Sin embargo, a pesar de ser una herramienta menospreciada, sigue habiendo lápices siempre a la mano, los siguen vendiendo en las papelerías y muchas compañías continúan mandando hacer lápices para regalarlos a sus clientes.

Ese desprecio que se convierte en negligencia, en indolencia, es el que me ha convertido en el delincuente —prefiero el término vengador, en cualquier caso— que soy ahora. Lo confieso. Me he vuelto una suerte de vigilante que aplica la justicia por su propia cuenta; y a mi favor debo argüir que ha sido una reacción ante la falta de respeto que hay en el mundo. Ante eso, me veo más como un rescatista. Y repito, los culpables son ustedes: y saben de quiénes hablo.

No recuerdo cuando fue la primera vez, pero muy probablemente en alguna de las primeras redacciones en que trabajé. Y es algo muy común, el pan nuestro de cada día: alguien, en un golpe de premura, necesita algo para poder apuntar una dirección, un nombre, un dato y coge uno de los lápices en mi escritorio porque no encontró una pluma. Para cuando reacciono, el lápiz se ha perdido. Los lápices tienen esa cualidad —tan de los calcetines— de perderse a la menor provocación todo culpa de la negligencia; ese alguien que cogió el lápiz a falta de algo mejor, pierde interés en la herramienta porque siente un profundo desprecio por la misma, a pesar de que recién lo sacó de un apuro. Ahí la indiferencia, porque luego lo bota en cualquier lugar ya que carece de importancia: sólo es un lápiz.

Al principio, buscaba en el suelo, en varios escritorios a la redonda y a veces encontraba el lápiz abducido, olvidado en un escritorio sin dueño, y podía devolverlo a su hogar, bajo mi tutela. Pero hubo veces que no hubo suerte y perdí muchos. Primero aguardaba, sin perder la esperanza, que llegara una petición de rescate, algún chantaje para poder reunirme de nuevo con mi lápiz, pero nunca llega esa infame llamada. Perdí la cuenta de mis lápices desaparecidos por el dolor que me causa, pero incluso hice pancartas y organicé un par de marchas: “Con punta se los llevaron, con punta los queremos”. No hubo éxito.

Hay noches en que me gana el sueño mientras pienso que, al menos algunos de esos lápices, quizá llegaron a manos de alguien que los usará en lugar de que acaben sus días sin propósito, abandonados en el suelo, detrás de un escritorio, debajo de la copiadora o incluso en algún bote de basura, sin punta, rotos.

Un buen día me cansé de esas desapariciones y me di a la tarea de recuperar lápices olvidados. Cada vez que veo un lápiz que parece olvidado en algún organizador de escritorio, no me detengo y me lo llevo a casa de manera furtiva. Ya a salvo, los limpio, les saco punta, hago una valoración del daño que pudieran tener y los uso.

Hay quienes aseguran que me convertí en un ladrón de lápices, pero yo lo veo más como un acto de justicia; una acción para devolverle al lápiz la dignidad de la que fue despojado por el olvido. Así, he logrado reunir muchos lápices, cientos de trozos de madera con alma de grafito, todos puntiagudos, limpios, prestos a escribir la lista del súper, el número de un recibo expedido o para hacer anotaciones en el libro en turno —sí, los libros con anotaciones son los más sabrosos— y quedar inmortalizados en el papel. Por ello, a mi escritorio lo considero ahora más un campo de refugiados donde todos esos lápices encuentran de nuevo una razón para vivir y tengo lápices de todo tipo, desde un famélico pero útil lápiz de Ikea, otro elegante que ostenta el nombre de la Universidad de Yale (pero que perdió para siempre su goma), hasta uno muy artístico, azul con casco plateado, al que le gusta que lo llamen Hache-Be.

Y os repito, mi comportamiento psicótico fue desatado por la impunidad con que ustedes maltratan a los lápices a pesar de usarlos constantemente. Esa indolencia es la que me ha convertido en lo que soy. Así que de hoy en adelante piensen en eso, sean conscientes, porque si son del tipo de personas que desprecian los lápices y los condenan al abandono, seguramente hay un círculo del infierno destinado a ustedes, donde acabarán tirados detrás de un escritorio o debajo de una copiadora, ardiendo por el resto de los tiempos.

   
 
   
 
Rafa Carballo, Lápices
[Ciudad de México, septiembre, 2017]
 
 
   
 
   
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