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Recuerdo que el amor era una blanda furia no expresable en palabras.

   
 

Eduardo Lizalde

   
 

Nunca he sido bueno memorizando poemas. Lo he intentado y al final, a mis casi cincuenta años, apenas recuerdo una estrofa de un poema de Gutiérrez Nájera y una estrofa de un soneto de Sor Juana. Y si me invade el nerviosismo a causa de mi raquítica memoria, ni esos versos logro recordar.

Recuerdo que, en algún momento de mi juventud, hace muchos años, coqueteé con la idea de convertirme en actor y recuerdo que una de mis mayores preocupaciones cuando empecé a hacer teatro era no ser capaz de retener las líneas. Recordaba el espacio, el movimiento, la intención, pero temía por las palabras. Recuerdo, una vez, en un diálogo intenso con la sala llena, que rompí la cuarta pared y me distraje con una persona en el público y de inmediato me olvidé de mi diálogo, me olvidé del trazo, me olvidé incluso de donde estaba. Y, sin embargo, veintisiete años después recuerdo perfectamente el desamparo de ese momento de olvido.

Sin embargo, hay veces que llegan súbitos, versos sueltos de algún poema que atesoro o líneas perdidas de uno de esos personajes que representé. Sin aviso, sin relación con más nada, me encuentro diciendo en voz baja: Les voy a pedir un minuto de miradas y sonrisas, y sonrío como si estuviera en proscenio bajo una luz directa. O bien, me regresa a la cabeza con algo como Siempre hay abejas en mi pelo, mientras estoy en el balcón viendo pasar el tiempo, como una puerta de Alcalá confinada en la colonia Narvarte.

Hace unos minutos, por ejemplo, retumbó en mi cabeza el verso Recuerdo que el amor era una blanda furia. Con ese verbo abriendo la oración, precisamente. Lo recordé. Lo que no recuerdo ya es el amor, pero le quiero creer al poeta. Recuerdo que ese poema lo leí una y otra vez. Recuerdo que va cargado de tigres, flores carnívoras, perros, abejas. Particularmente, recuerdo el muñón que quedaba dulce cuando unos colmillos de azúcar desprendían el brazo. Los colmillos del amor, claro, que es un tigre o, en todo caso, una fiera lentísima.

Me gusta pensar que mi memoria es una fiera lentísima y que los recuerdos llegan, pero tarde y disgregados. Como estos versos que quizá requerí hace años en una conversación sesuda o en un momento de flirteo en que, en cambio, me quedé mudo. Llegan ahora, un lunes por la noche para forzarme a escribir este texto en un blog que casi moría de abandono. Mi memoria es lentísima, sí, pero más que una fiera, es como una babosa que acaba su pausado viaje nocturno sumergiéndose en la tierra húmeda.

   
 
   
 
Rafa Carballo, Una fiera lentísima
[Ciudad de México, julio, 2020]
https://diariodeunjeiter.wordpress.com/2020/07/06/una-fiera-lentisima/
 
 
   
 
   
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