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"La pulsión no tiene ninguna necesidad de un cuerpo entero, se satisface con algunas partes del cuerpo y la actividad asociada a ellas –activa y/o pasiva. Estas partes del cuerpo son siempre las de la mediación con el mundo exterior: los órganos genitales, el ano, la boca, el ojo, la oreja y las actividades que están asociadas a ellos: sentir, escuchar, mirar, chupar, penetrar.
(...)
El fin de la pulsión parcial no es, pues, el otro, sino la obtención de cierto goce. Y a título de esto, la dimensión subjetiva del otro es de hecho superflua, a veces incluso una carga. Él o ella es como un objeto –e incluso, un objeto parcial– un medio para obtener algo."

Paul Verhaeghe, El amor en los tiempos de la soledad: tres ensayos sobre el deseo y la pulsión, Paidós, Buenos Aires, 2005, pp. 44-46.
 
María Schneider a Brando:
   
 
—No sé como te llamas.
   
 
—No tengo nombre.
   
 
—¿Quieres saber el mío?
   
 
—¡No, no! No me lo digas —le tapa la boca con violencia— no quiero saber tu nombre, tú no tienes nombre y yo tampoco tengo nombre, no hay nombres, aquí no tenemos nombres.
   
 
—Estás loco.
   
 
—Es posible que lo esté, pero no quiero saber nada de ti.
   
 
   
 
   
 
Este diálogo marca la premisa de la película El último tango en París (1972) de Bernardo Bertolucci, con fotografía de Vittorio Storaro, ambientada con el concepto visual de las pinturas de Francis Bacon. El guión de Bertolucci, Franco Arcalli y Agnes Varda en los diálogos, cuenta una historia de pasión sexual entre un hombre, Paul (Marlon Brando), de 45 años, y una joven e inocente chica, Jeanne (María Schneider), de 19 años, a punto de casarse. Ambos se encuentran por casualidad en un piso para alquilar en París.
   
 
   
 

En las cuatro paredes del anonimato las pulsiones toman curso, es el espacio para la transgresión, sin historias previas, sin identidad. El goce, como significante, es lo que va a operar entre ellos. El otro queda reducido a un vehículo accidental para que el boomerang de la pulsión regrese al cuerpo propio.

   
 
   
 
Jeanne: —Quiero averiguar quién eres.
   
 
Paul: —Si investigas a fondo me encontrarás detrás de mi bragueta.
   
 
   
 
Paul grita su desesperación debajo del puente, dejando que el tren y su ruido se lleven la voz. Se ha suicidado Rosa, la esposa que amaba en un particular triángulo amoroso. El amante resulta ser su espejo –la mujer los ha construido a imagen y semejanza el uno del otro–, al que mira con la curiosidad del entomólogo sin importarle para nada la duplicidad de los imaginarios y de las batas de estar en casa.
   
 
   
 
Jeanne es la chica consentida de familia acomodada, cuyo padre ha muerto en la guerra. Con un vestido leve debajo del imponente abrigo blanco, se mueve ligera por las calles de París. Desenfadada y sin calzones busca un sitio de alquiler donde preparar su nido matrimonial.
   
 
   
 
El primer encuentro está precedido de unos diálogos irrelevantes, como tanteando el terreno. Todo avanza muy rápido después. Paul, en su miserable esplendor, la carga metiéndole el brazo en la entrepierna –¿qué le ha hecho suponer que ella accederá? Acaso no le importa el rechazo, pero no se equivoca. Contra la pared –y sin preámbulos– comienza una espiral de goce que se repetirá tantas veces como ambos accedan a volver al escenario de la representación, en el que nunca habrá un juego del amor posible, sino el exceso real de la sexualidad no simbolizable.
   
 
   
 
Se puede suponer que la construcción preparatoria para el placer es nula, que se aborda el cuerpo del otro con un ansia que fluye en continuidad desde la sesión previa. Quizá es por ello que la tensión se mantiene, o incluso, se incrementa. El objeto de la pulsión consigue transformarse en la medida en que lenguaje se introduce en la ecuación. En la muy referida escena de la mantequilla –donde ella es poseída y sodomizada con una vehemencia creciente– Paul le obliga a repetir las apremiantes palabras: ¿hablamos de la familia? ¡Yo te hablaré de la familia... maldita familia... donde los niños son torturados hasta que confiesan su primera mentira... maldita familia... me cago en todos ustedes... me dan asco... maldita familia...! Frases que ella repetirá con reticencia, evidenciando con violencia la hipocresía de una época, y también el derribo del castillo del amor romántico y cortés: la familia… esa santa institución, ideada para inculcar la virtud entre salvajes… donde la libertad es asesinada por el egoísmo.
   
 
   
 
¿Es que acaso hay otra cosa en la fascinación de la Schneider por ese hombre en estado puro, que provoca tanto asco como deseo de domesticarlo, y dejarlo bien encerrado detrás de su bragueta? Ella regresará al piso a la misma vez que se aleja de su vida, la que se va convirtiendo en una caricatura representada por Tom, el pelmazo del novio, quien hace una película incesante sobre la banalidad y la nada. Acaso una referencia al cinéma vérité donde al atrapar la realidad en el encuadre, vuelve irreal lo que queda fuera –como muy bien sabía Paul: sólo podía ser real aquello en lo que las pulsiones hacen su curso, allí donde su aguijón pueda ser clavado.
   
 
   
 
María Schneider a Brando:
   
 
—¿Quieres saber por qué estoy enamorada de él?
   
 
—Estoy impaciente.
   
 
—Porque sabe cómo conseguir que me enamore de él.
   
 
—Ajá. Y quieres que ese hombre al que amas te proteja y cuide de ti...
   
 
—Sí.
   
 
—... y que ese brillante y dorado guerrero te construya una fortaleza en la que puedas refugiarte para ya no volver a tener miedo; desterrar el miedo y no volver a sentirte jamás sola, ni encontrarte nunca vacía, eso es lo que quieres, ¿verdad?
   
 
—Sí.
   
 
—Pues nunca lo encontrarás...
   
 
—¡Pero sí he encontrado ese hombre!
   
 
—Bueno, entonces no tardará mucho en pedirte que seas tú la que le construyas una fortaleza con la ayuda de tus pezones, tu pelo, tu sonrisa, tu olor; y buscará un lugar en el que se sienta lo suficientemente cómodo y lo suficientemente seguro para poder adorar a su propio aguijón.
   
 
—¡He encontrado a ese hombre!
   
 
—No, no, tú estás sola! estás sola! y no serás capaz de liberarte de ese sentimiento de soledad hasta que mires a la muerte de frente... ah, pero eso suena a romanticismo de mierda... ¡hasta que vayas directo al culo! ¡directamente al culo! Hasta las mismas entrañas del miedo, y entonces es posible que seas capaz de encontrar ese hombre...
   
 
   
 
Es el enfrentamiento de los fantasmas femenino y masculino, y la evidencia de lo que Lacan llamaba la no relación sexual (Il n'y a pas de rapport sexuel). Si el amor es la única salida posible a este dilema, resulta imposible para los personajes, atrapados cada quien en su universo, donde es sustraída la subjetividad, quedando reducidos a objetos de goce, lejos de las cortesanías destempladas; esas que prefiguran el caminito estereotipado que culmina en divorcio o en la disfuncionalidad funcional más cubierta de amargura y de frustración, que de falsos besos. 
 

"La forma que toma el deseo y el goce en la pareja es, por un lado, determinada por el grupo, y por otro, por lo dos sujetos concernidos. (...) A los amantes cabe, pues, pensar y adornar a su gusto la parte de la que disponen. Tratándose de pulsión y de deseo, el resultado será siempre singular, nunca generalizable. En lugar de una reducción a una categoría (el hombre y la mujer) y de la repetición que sigue, es sobre la diferencia donde aquí están puestos todos los acentos."

Paul Verhaeghe, El amor en los tiempos de la soledad: tres ensayos sobre el deseo y la pulsión, Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 210.

 
   
 
La historia va tejiéndose en tres diferentes planos narrativos: en uno Paul, en su sórdida esfera de la muerte; en otro Jeanne, en el frío y lluvioso París, diciendo sandeces a la cámara del equipo de filmación de su novio. Interior-exterior, oscuridad-luz, enrarecimiento-dispersión. Y un tercero, en el piso de alquiler, donde lo único que importa es el goce se pondrá en marcha, en el pasaje de un significante a otro, en la producción de nuevos significantes.
 
 
   
 
Con Rosa-cadáver, la esposa corpore insepulto, Paul sostiene un diálogo tan violento como brillante, donde le reclama eso que cualquier hombre podría asumir como pregunta fundamental: “¿quién es una mujer?” Después de que le ha llamado puta y mentirosa, y le ha reclamado la presencia del amante, le ruega lo convenza de que todo es un error de apreciación, que la verdad no es tal. Él no entiende nada: ni siquiera viviendo 200 años es capaz un marido de descubrir cómo es verdaderamente su mujer, quiero decir, que puedo comprender lo infinito del universo, pero nunca descubriré la verdad sobre ti... jamás...
 

Para Lacan, la relación lingüística saussureana de significado y significante se invierte: arriba el significante y abajo el significado, el que se desliza continuamente. Esta inversión busca dar cuenta de la experiencia psicoanalítica.

En la medida en que hay un sujeto de la palabra, habrá una distinción entre el enunciado –que corresponde al terreno de la lengua–, y la enunciación –que corresponde al del sujeto. El faltante, que siempre existe, corresponde al inconsciente.
 
   
 
Este hombre ha fracasado en todo sentido, queda relegado de cualquier protagonismo: frente a la esposa, a la suegra, al amante. Desgarrado entre la soledad y el dolor, no queda claro qué quiere/quiso de su mujer. Quizá el reclamo se dirige a la vida, porque allí, frente al suicidio, queda volcado sobre él todo el peso de la muerte como dato de realidad que él no consigue procesar.
   
 
   
 
¿Que ofrece el personaje de Brando? El alejamiento de la construcción social de las máscaras y las apariencias, procurando allí, detrás de su bragueta, estar más acá del principio del placer. El personaje parece arrastrar en su cansancio el asco hacia una sociedad hipócrita –con todo y el mayo francés que todavía revoloteaba en las consciencias–, a la que el juego de las apariencias se le da tan bien. 
   
 
   
 
En la que será la última vez, Jeanne ha vuelto al piso, pero Paul no aparece. Ella, presa de la desesperación, llama a su novio-niño procurando resignificar el espacio, convertirlo en un sitio de amor, de bebés y famille bourgeoise, pero eso nunca será posible. Los fantasmas han anidado y Jeanne –como María Schneider en la vida real– quedará marcada para siempre.
   
 
   
 
Ella cierra las ventanas, acaso simbolizando la clausura del lugar de la transgresión y sale a la calle. Sin embargo, cuando se abandona la cápsula de la representación todo el montaje se cae. Brando-Paul la está esperando afuera, en la luz parisina. La sigue, le confiesa su amor en un acto de desagradable desesperación.
   
 
   
 
En la persecución que se inicia, llegan a un decadente lugar de concurso de tango, donde le dirá que las cosas que se acaban pueden volver a empezar... Sin embargo, su propuesta se inscribiría en una realidad más nauseabunda que una rata muerta ofrecida con mayonesa: tengo un hotel barato, podemos vivir allí... también en el campo, con la mierda de las vacas y las gallinas hasta las orejas, donde pueda ordeñarte dos veces al día.
   
 
   
 
Ella huye seguida por él hasta su departamento, donde lo mata con la pistola de su padre y él muere pidiéndole su nombre. Ella no dejará de repetir: no sé quién es, me ha seguido por la calle, es un loco, no lo conozco, no sé su nombre... Cabe preguntarse aquí si él ha muerto por amor, o si ella ha matado para despojarse de una pulsión que la arrastraría a un universo con la mierda hasta las orejas. Muerto él, supondría ella, recuperará su universo, el que había dejado resbalar en la negligencia de su goce, el que ahora podrá constreñir en el encuadre de la vérité de su novio-niño.
   
 
   
 
El que El último tango en París provocara escándalo en los años setenta hace pensar que hoy, en la época del amor en los tiempos de Tinder, aquello que se consideraba transgresor no produce más que una mirada oblicua de condescendencia. ¿Cuándo arriba en la vida la noción de futilidad del (des)encuentro amoroso? ¿Qué tanto hay que vivir y que entregar al cinismo para concluir que no hay relación sexual? Lo que no significa que no se coja/folle/tiemple de vez en cuando. ¿Es irremediable el (des)encuentro? Lo sería en tanto no se sostenga en un lugar central de vacío irreductible. No existe una plenitud del sujeto a partir de completarse con un otro, eso pondría afuera lo que tiene que resolverse adentro, porque no hay un afuera –o un más allá– de la singularidad que habita al sujeto humano. Esa que lo condena a la soledad y desde la que, únicamente, se puede abrazar la soledad del otro. El que haya nombre o no lo haya, o que sea la pulsión quien únicamente gobierne el goce, será la prerrogativa de los amantes, pero con dudas se le podrá llamar amor.
 

“El amor se positiva hoy como sexualidad, que está sometida, a su vez, al dictado del rendimiento. El sexo es el rendimiento. Y la sensualidad es un capital que hay que aumentar. El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante. No se puede amar al otro despojado de su alteridad, sólo se puede consumir. En ese sentido, el otro ya no es una persona, pues ha sido fragmentado en objetos sexuales parciales. No hay ninguna personalidad sexual.”

Byung-Chul Han, La agonía del Eros, Ed. Herder, Barcelona, 2014, p. 15 (e-pub).
 
   
 
Ónix Acevedo Frómeta, Tango para las pulsiones
[México, 15 de marzo de 2016]
   
 
   
 
   
 
   
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