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No recuerdo la fecha. Fue uno de los Coloquios de 17 que tenía ese año como sede a la Biblioteca de México, en la Ciudadela. Íbamos Vero y yo calentando motores intelectuales, con nuestras siempre interminables conversaciones. Cruzábamos el parque que, en aquella época, abundaba en malosos. Hace mucho no ando por ahí, así que no sé si todavía hay malosos, o siquiera parque. En la Ciudad de México todo puede cambiar muy rápidamente, por los temblores o por la estulticia humana.

Íbamos Vero y yo. Ella perdida en su diatriba, yo mirando para todos lados. Nunca sabré si ella se daba cuenta de mi labor de custodio auto asumida, pero era necesaria: cuando Vero se sumergía en el análisis del descalabro del mundo, de la gente, de las ideas, había que cuidarla.

Cruzábamos el parque. Enfrente de nosotras un rufián maltrataba a un perro. Patadas propinadas con crueldad innecesaria y el dócil animal soportando agachado. Yo tragué y miré para otra parte, pero Vero, encendida de furia, le fue encima gritando: “¡¿Qué haces?! ¡No maltrates al pobre perro!”

El tipo se quedó más estupefacto que yo. Aprovechando el desconcierto, agarré a Vero con fuerza y casi la arrastré calle abajo. Ella seguía enojada con el tipo y con ganas de regresar a rescatar al animal.

Seguimos en silencio un rato, dejando bullir el enojo hasta que se apagara por sí mismo. Para cuando llegamos a la Biblioteca, ya más calmadamente le dije –entre incrédula y admirada–: “Pinche Vero, ¿qué habríamos hecho tú y yo si ese tipo horrible nos agredía?”. Me respondió: “No lo sé”, y se rió.

Te extraño Verito.

   
 
   
 
   
 
   
 
   
 
Ónix Acevedo Frómeta, Verónica Vazquez-Cangas
[México, 11 de agosto de 2020]
   
 
   
 
   
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