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[Crónicas minúsculas]

Musicas inspiradas

por las [Crónicas minúsculas]

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René Bottlang

Grabación de René Bottlang el 25/10/2017 en Studio La Buissonne, coproductor de la música de Crónicas minúsculas. Video: Marc Thouvenot

Estas piezas musicales están inspiradas en los textos de Christophe de Beauvais, los que, a su vez, se inspiraron en imágenes antiguas. En esta página reproducimos, de izquierda a derecha, esta cadena de repercusiones. La música que escuchamos se deriva del texto (al que se accede haciendo clic en el número correspondiente), el que a su vez se deriva de la imagen que se encuentra a la derecha.

René Bottlang
Mario Stantchev
Camille Thouvenot
Pascale Berthelot
Denis Badault
Stéphan Oliva
01. Descubrimiento
02. Declaración de guerra
03. Un hombre simple, pero alegre
04. Contacto
08. El juicio
12. La revancha de los gatos
14. El incendio
19. Mi padre, ese héroe
20. El torneo
21. Encuentro
37. Una historia de niños
38. Recuerdos
58. Deseo
59. Pequeño jugador
60. Nacimiento
66. El trabajo de Hércules
68. Multiplicidad
69. Epílogo










Descubrimiento
René Bottlang Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Mi tío era sordo, ciertamente, pero era sobre todo muy original. Nunca pudo resistirse a una buena idea y encontraba en la desmesura una forma encantadora de saciar sus pasiones.

Nunca se desplazaba sin sus audífonos gigantes, por lo cual lo invitaban poco.

Fue él quien tuvo la idea de ese almuerzo en la hierba, para el gran disgusto de mi tía y para el gran gusto de sus sobrinos. Me acuerdo de mi padre, en el otro extremo de la mesa, que criticaba murmurando que su hermano estaba loco.

Mi tío, muy tieso, había subrayado el comentario con un golpe de talón. Luego, con una voz fuerte, de las que utilizaba para dar órdenes al regimiento, hizo esta pregunta: “¿A que profundidad de la escucha se puede encontrar el humano?”

Hay que decir que él leía a Hegel y que había empezado una traducción de Nietzsche en italiano. Fue en ese momento que tomamos la foto.

Pienso que describe bien la atmósfera de una época. Un tiempo en el cual el optimismo reinaba y donde cada cual podía escoger sus pasiones, y sobre todo ponerlas en obra sin la mirada reprobadora de aquellos que creían saber.

Un tiempo en el cual la idea de progreso no era usada en exceso, lo cual permitía aceptar que algunos hombres intrépidos se comprometían en direcciones tan inciertas como prometedoras. Las ideas se encarnaban como prolongaciones, a veces inmensas, de sus cuerpos, de sus representaciones y de sus paisajes interiores.

Mi tío era parte de esos aventureros del saber, había hecho de su sordera una suerte de grandeza, llevando consigo a su familia y sobre todo a sus hijos.

Cómo no rendirle homenaje hoy día en este mundo en el que la técnica nos escapa poco a poco de las manos, donde se modela cada vez menos. ¡Como si los electrones pudieran reemplazar a los dedos!

Las realizaciones de antaño tenían un no sé qué de poético, como una exageración contenida, como una apertura al sueño y también una promesa en la cual todos creían.

Chroniques Source gallica.bnf.fr / BnF
Declaración de guerra
René Bottlang Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

El general Hashimoto había decidido que la guerra sería total, pero sobre todo que sería musical.

Primero se había sugerido instrumentos de cuerda, pero rápidamente los instrumentos de viento se habían impuesto. El soplo de los trombones había dado la idea de un ataque en re bemol. Un sonido capaz de desestabilizar al adversario que tocaba solamente en do mayor.

El general Hashimoto era un fino estratega, pero sobre todo un admirable director de orquesta. Él supo poner su genio al servicio de nuestro ejército. Fue él quien imagino las ametralladoras en medio tono –la famosa gama cromática– que, en movimiento ascendente, neutralizaba al adversario con más firmeza que el “do”. Al pequeño “do, do” de nuestros enemigos le respondíamos con disparos, con vuelos de sostenidos o con bemoles que encantaban nuestros oídos y los dejaban estupefactos.

La guerra tonal no estaba lejos. Sus generales habían intentado un arma secreta, nuestros espías informaban que buscaban el mi sostenido, una nota que sentía el miedo. Hashimoto nos tranquiliza con una palabra: “¡Esa gente no conoce nada del solfeo! Déjenlos perecer en su búsqueda del fa!”

Nuestros ingenieros desarrollaron –la foto dá testimonio de ello– los trombones-cañones cuyo alcance era magistral. Pudimos entonces comenzar los ataques a larga distancia y la instalación de sinfonías.

La guerra se volvía grandiosa.

Hashimoto guiaba con su batuta el gran ejército. Comenzamos por series de trinos que mostraban nuestra determinación, un solo de oboes continuaba el combate. Luego atacamos en corcheas y algunos en corcheas dobles. El sonido estaba en todos lados y multiplicaba los fragores.

Es cierto que fui afectado par la música nocturna de un tirador emboscado. Esta herida a mi corazón duró solo un instante. Herido en mi amor propio reaccioné rápidamente con mi flauta, lanzando prestamente una o dos notas de allegro ma non troppo.

Me acuerdo de Hashimoto y de sus guerras de otros lugares. ¡Ah el buen tiempo de las batallas musicales!

Notas de cambios masivos que agradaban tanto a los oídos, pero que dejaban sobre todo las almas en paz.

Chroniques Source http://blog.cwam.org/2011/03/before-radar.html
Un hombre simple, pero alegre
René Bottlang Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Jacques era un hombre simple, pero extremadamente alegre. Cuando nació se le diagnosticó un problema en los oídos, que él compensaba con una gran sonrisa que las malas lenguas encontraban beatífica.

Se había inventado ese extraño aparato para poder estar, siempre sentado y atento, a las bromas de la gente. Por lo demás, era suficiente decirle buenos días para que estallara de risa. Tuvo el permiso de conservar su extraño equipo cuando fue llevado por los militares. La guerra estaba a nuestras puertas y él siempre sonriente.

Se decidió en las altas instancias que su rol podía ser determinante y fue instalado en una playa, casi al frente de las líneas enemigas. La foto que mostramos testimonia la originalidad de la maniobra. Esa foto ha sido tomada por el campo adverso en el momento en el que Jacques respondía a la célebre pregunta: Was ist los?, que se podría traducir en modo imperfecto por un gutural: “¿qué es esa cosa?”

Probablemente sorprendido por el tono –Jacques no conocía nada de las lenguas extranjeras–, tuvo esta respuesta franca y profundamente castellana: “Buenos días, ¿cómo está?”, que terminó por desestabilizar al adversario.

Y como a cada pregunta que Jacques no comprendía, respondía sistemáticamente con grandes sonrisas, e incluso con pequeños gritos de felicidad, nuestros enemigos concluyeron en la posibilidad de una tregua. Solamente la paz, pensaron, podía aportar una tal alegría.

Lo que comenzó como un interrogatorio continuó con abrazos. Jacques, siempre divertido, no supo desmentir esas marcas de buen humor y, poco a poco, la noticia se propagó en toda la línea del frente de guerra.

La paz estaba a nuestras puertas. La guerra no fue ni perdida ni ganada, pero se esfumaba en una cara alegre que había conquistado todos los corazones.

Jacques fue festejado, muy bien acompañado y conservó largo tiempo su sonrisa alegre, que ciertos escépticos juzgan hoy en día un poco burlona.

Chroniques Source http://blog.cwam.org/2011/03/before-radar.html
Contacto
René Bottlang Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Evidentemente, era la primera vez. Y los periódicos del mundo entero publicaron textos sobre el “hecho más importante de la humanidad desde la noche de los tiempos.”

Pero una vez que el entusiasmo declinó, hubo que rendirse ante la evidencia: los documentos de los extraterrestres no estaban en regla.

El hecho que hubieran escogido el Jardín de las Tullerías de París para su aterrizaje, había halagado el espíritu de nuestros conciudadanos. Algunos vieron también una tentativa algo vana de engatusar a nuestras autoridades administrativas. Estaba claro que Ellos no nos conocían.

Fui parte de la comisión encargada de evaluar la relevancia reglamentaria de sus documentos. Recuerdo que intenté conmover al comandante Gaspard –a la izquierda, en uniforme–, que juzgaba “absolutamente asombrosas” las credenciales de esos más que extranjeros.

“Venir de lejos no constituye una razón, la distancia no es un salvoconducto. Sea que Usted tenga documentos válidos, sea que no los tenga. No hay que tergiversar la Ley, y voy a recordar pronto la divisa primera: nemo censetur ignorare legem!

Esas palabras muy claras suscitaron un rápido debate. Nadie debe ignorar la ley, cierto, ¿pero el “nadie” se aplicaba también a ellos? ¿Era posible que el legislador haya incluido a todas las criaturas pensantes del universo en esta formulación?

Entretanto, nuestros extranjeros de paso subieron a sus naves y cerraron todas las salidas. Ese gesto de mal humor, poco amistoso, impuso finalmente nuestra decisión.

Colocamos en rojo el sello de “visa denegada” sobre sus documentos, y deslizamos el sobre bajo su platillo volador. Al día siguiente ya no estaban ahí.

Hoy día me pregunto si no nos perdimos de algo…

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Una investigación ardua
Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Era la primera vez que se escuchaba hablar de un asesinato entre las sirenas. En general, ese pequeño pueblo era de una discreción formidable, pero a pesar de ello estaba en nuestra jurisdicción. Después de algunos retrasos se me confió el asunto.

La investigación se anunciaba ardua.

Nuestro primer desplazamiento al lugar del asesinato fue vivido como una aventura. Recuerdo la inquietud de nuestro chofer durante el descenso. Dijo esta frase que aun conservo: “Si flotamos todo estará bien”.

Para información del lector, flotamos. Pero a pesar de ello estábamos bastante ansiosos.

Atravesar el pasaje que lleva a las profundidades del mar no es nada fácil. Es un momento incierto que nos hace resistir a la pendiente. La misma Alice tuvo un movimiento de retroceso antes de atravesar el espejo al país de las maravillas. El primer paso es el abandono. Las sirenas lo sabían bien y nos esperaban con la impaciencia un poco lejana de las criaturas del agua.

Se cree que lo que pasa bajo el río Sena no nos concierne. Se cree que podemos desprendernos fácilmente de lo que no vemos. Pero para nosotros, miembros de la policía fluvial, esas falsas afirmaciones marcan solamente los límites de los peatones; de aquellos que caminan por las veredas y a quienes las profundidades no los atraen.

Recuerdo esa primera investigación y la sorpresa de los peatones. Y también recuerdo el sentimiento de respeto por nuestra profesión: no hay ningún lugar en París donde el derecho no se aplique. He ahí lo que se podía leer en las miradas.

Cien años más tarde, estoy seguro que sigue siendo el caso.

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Una pregunta espinosa
Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot

¡Por supuesto que pica! Pero la idea es no dejar ver nada.

La revuelta de las flores comenzó una mañana. Afectadas por haber sido cortadas hacía largo tiempo, se piensa que decidieron tomar su venganza. Sin tener ninguna idea de la medida de las cosas, se comprometieron en la vía fácil de la abundancia. Partieron al asalto de las cosas, y nosotros éramos parte de esas cosas.

Es inútil decir que esta promiscuidad impuesta afectó, en primer lugar, a la buena sociedad. Entre los pobres el contacto con la planta no tuvo ningún efecto, entre ellos se es más bien benévolo por el lado del frotamiento. Para la alta burguesía es totalmente diferente, al menor acercamiento se tiene la impresión de que falta el aire. ¡Que decir entonces del contacto de mil flores que explotan en mil olores!

Felizmente se encontró con rapidez la respuesta adecuada. Ante la ofensiva vegetal era suficiente responder con una forma de desdeño, bastante extendido en las altas esferas que, sin romper el asalto florido, aseguraban, no obstante, el respeto del guardar las distancias. Para decirlo crudamente: era suficiente no parecer afectado. Una fórmula consagrada cuyo sentido, sin embargo, se ha perdido.

Esta victoria parcial era suficiente para los humanos. A las rosas, modestamente, no les importaba un bledo. Ellas continuaban sus tejemanejes, imaginando motivos estrechos o rizos complicados y cualquier base les servía de referencia.

La actitud reservada de la condesa Marie-Cécile de Rocagne fue un modelo para nuestros conciudadanos. Su boca entreabierta era el único signo de tensión. En su descargo, hay que decir que las rosas habían invadido su sombrero. Pero a ella no parecía importarle nada.

Su grandeza testimonia de esto y la belleza de su gesto era justamente no tenerlo.

Luego las flores agradecidas pudieron partir libremente al descubrimiento de sus brazos.

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Rockefeller: una bella alma
Mario Stantchev Pascale Berthelot Denis Badault

Conocía a Rockefeller solo de reputación, pero desde la primera mirada creo que nos gustamos.

Lejos de considerarme como una persona inoportuna, tuvo un singular movimiento de labios que indicaban claramente su deseo de saber más de mí y de mi demanda. Yo me atreví apenas a mirarlo y casi automáticamente puse mis manos en su espalda para expresar mi deferencia.

A mi lado Jacques, turbado, volteó la cabeza.

Lo que siguió fue excepcional desde todo punto de vista. Ese hombre infinitamente rico e infinitamente apreciado me escuchó en silencio, luego abrió los brazos para darme un abrazo que no merecía. “Su proyecto es singular —me dijo en un soplo— y ¡voy a financiarlo!”.

La escena de la foto lo representa justamente antes de su gesto amistoso y filantrópico. Creo que se adivina toda la ternura escondida en sus ojos, toda la compasión de su rostro, toda la amistad que tiene por el género humano.

La sensibilidad no se exhibe, ciertamente, pero se la puede reconocer con tanto acierto como el color del agua. El mundo está hecho de signos y marcas, y descifrarlos puede ser fuente de dificultades. A menudo uno se fatiga para encontrar el humor detrás de unos ojos pálidos e inexpresivos; para adivinar el dolor bajo una sonrisa; o la felicidad en la lágrima que fluye sobre una mejilla.

Pero con Rockefeller se sabe enseguida a qué atenerse. Es una bella alma que irradia un dulce fuego detrás de los ojos, como un calor en la noche.

No me sorprendería que en el próximo siglo se lo recuerde; que se alabe su bondad; que se le consagren plazas y edificios. Que se haga de su nombre un símbolo para todos los desheredados de la Tierra.

¡Rockefeller! Lindo nombre que suena como una esperanza.

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El juicio
René Bottlang Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

¡Que no se malinterprete! El juicio del hombre invisible fue un asunto serio.

Aunque es inútil describir la escena, probablemente sea interesante recordar las circunstancias que condujeron al juicio.

El hombre invisible nació en Guingois, en 1882. Luego de comienzos prometedores en la escuela primaria, fue uno de los raros alumnos que obtuvieron el bachillerato en 1901 y más tarde, de manera natural, integró la función pública en 1904, después de haber ganado el concurso de entrada de modo brillante. De sus primeros años en el ministerio recordaremos sus informes, siempre redactados impecablemente sobre temas diversos.

Fue hacia 1910 que comenzó a desaparecer, decepcionado, como decía: “por la ausencia de perspectiva del mundo.” Pero claro, esto resulta un poco insuficiente.

Su desapego tomó un viso odioso cuando decidió dejar de venir a la oficina.

Su defensa busca negar ese punto, destacando que estuvo siempre presente, aunque menos perceptible a la mirada de los otros. Evidentemente, se trata de una maniobra. Estar presente no tiene ninguna variante: uno está o no está. Nos podrían hacer creer que hay una especie de duda, donde uno podría estar sin estar, o que uno no estaría aun cuando esté.

¡Todo eso es un gran disparate!

En todo caso, es justo señalar que su ausencia no fue remarcada. Aunque ese punto no podría atribuirse al crédito del acusado. No remarcar una ausencia es un hecho banal completamente aceptado. Así, para dar un ejemplo corriente, nadie ha visto una ausencia de color. Un “no-rojo” es algo sin sentido, del mismo modo que el “no-verde”, o el “no-negro”.

En el caso que nos ocupa, la invisibilidad del acusado no puede ser un argumento: numerosos hombres están ausentes, pero realizan de todos modos su trabajo. Agregaría (nota personal) que la mayoría de mis amigos se encuentran en esa situación.

Pero ese caso no es aquel del criminal, que no contento con no estar ahí, afirma sin enrojecer, y cito: “que no tiene nada que mostrar.”

¡Otra vez, todo eso es un gran disparate!

La silla de la foto muestra bastante bien, creo, la vacuidad de todos esos argumentos.

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El retrato
Pascale Berthelot

Hay algo áspero en su postura que me aflige. Me molesta más que nada y prefiero mantenerme al margen y leer mi periódico.

No sé de dónde le ha venido esta idea de mostrarse, como si una fotografía pudiera inmortalizarlo. Es un sentimiento bastante común el querer durar, pero hacerlo de esta manera, y no teniendo nada más que mostrar que uno mismo, parece claramente una idea infantil.

Sin embargo, nuestra relación había comenzado bien, él pintaba y yo leía. Por supuesto, yo miraba sus obras por encima del periódico y le decía lo bien que pensaba de sus composiciones. También lo dejaba abandonarse al vacío ligero que es la marca de ciertos artistas y de numerosos escritores.

Llenaba todo ello con mi presencia amistosa, como un vigía que está de guardia en los puestos de avanzada del fuerte.

No hemos conocido ninguna pasión, no hemos sucumbido a la locura del mundo, a los placeres de los grupos y de las multitudes, a las cenas en la ciudad o a los eventos mundanos. Hemos estado siempre unidos, pero uno al lado del otro. Una vida de artista, ni más ni menos.

Ni él ni yo hemos sido adeptos del renombre. Para nosotros, se trataba simplemente de hacer nuestro trabajo, de pasar momentos agradables, de compartir lo que se puede, y por lo demás asumir la parcela de talento que él había recibido en herencia.

Ahora hace muchos años que él ha partido.

En el momento de captar su retrato, el fotógrafo le había dicho con un cierto énfasis: “¡Ya verá usted, con esta foto pasará a la eternidad!”.

Me he preguntado durante mucho tiempo si no estaba hablando de mí.

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Las Tres Gracias
Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Se les había pedido que se vistieran y que se colocaran un pañuelo en sus cabellos. Este siglo no era mojigato, pero tenía sus maneras de vestir.

Cualquiera no puede ser una estatua y lo que se puede mostrar a veces, en un caso, no se expone en una playa. La desnudez es la hija sutil de la belleza, se la acepta en las esculturas a condición de que el modelo no se exhiba.

Hablando claramente, no es la desnudez la que está en juego, sino la opinión. Una estatua, incluso finamente lograda, no tiene ninguna opinión que compartir, el flujo de nuestros pensamientos la deja indiferente. Lo sabemos bien: ninguna de nuestras reflexiones ha llegado nunca a romper el silencio de los objetos. A cambio de ello, el silencio es nuestra libertad. Podemos simplemente observar sin preocuparnos por los juicios de valor.

La vergüenza, la envidia, el pudor, el deseo y la burla son pequeños hábitos que no tienen que ver con la desnudez de Las Gracias. Y el velo que algunos quieren poner a veces sobre sus espaldas suena como algo absurdo: ¿cómo esconder un cuerpo que no existe? ¿Cómo esconder opiniones bajo un sudario? ¿Cómo evacuar pensamientos bajo un pedazo de tela?

Se les pidió que se vistieran para tomar la fotografía. “Pero es sólo una foto" —dijeron ellas en coro, “—¡no somos nosotras! Lo que vale para la piedra, ¿no vale también para el papel?—”.

El error es humano, por supuesto, pero aquí tomaba aires encantadores.

Los censores se alegraron de corazón y dijeron: “Pero ¿no ven ustedes que la opinión se imprime sobre el papel? ¿Que incluso fijadas en el negativo, ustedes continúan estando presentes? ¿Que se tratará entonces de una desnudez real y no solamente representada? ¿Que lo que ustedes muestran es una verdadera demostración? ¿Que la opinión de este siglo protesta contra un tal abandono? ¿No ven ustedes todo eso?”

Podemos apostar a que Las Gracias fueron arrastradas por ese diluvio de preguntas.

Finalmente, una de ellas tomo la palabra: “¿Usted no piensa que, en un siglo de distancia, cuando no estemos más aquí, el mundo será más indulgente? No habrá nada detrás de la imagen porque habremos partido. ¿Podría ser entonces que nos unamos con las Tres Gracias? Que la opinión se desvanezca, que se nos haga estatuas, que se nos retire de la influencia, ¿que podamos al fin subsistir?”

Lo dudo mucho. Pero podemos soñar.

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La revancha de los gatos
René Bottlang Camille Thouvenot Pascale Berthelot Stéphan Oliva

La guerra había sido brutal. Los humanos partieron y los gatos asumieron la continuación.

La cuestión de los objetos se impuso rápidamente. ¿Qué hacer con las cosas inadaptadas y, sobre todo, cómo comprender su uso? La mayor parte del tiempo, lo que los humanos dejaron no servía para nada.

Millones de instrumentos, de monumentos, útiles, vestidos, baratijas; legiones infinitas de objetos grotescos o misteriosos; productos en cantidades industriales; autos; teléfonos; computadoras; toda esa montaña de cosas no tenía ninguna utilidad.

Los gatos no eran filósofos y sus vidas reposaban sobre cuatro pilares: la caza, el descanso, las caricias y los juegos. Todo lo que no entraba en esos cimientos se podía abandonar.

Y como ninguna función está conectada a las cosas, los recién llegados escogieron reinventar el mundo. Y se entiende el lío que esto implica.

Los libros se volvieron deliciosos objetos para afilar las garras, página tras página los gatos rompían los signos saboreando el instante; los autos eran excelentes escondrijos para las cabañas de caza y los asientos traseros eran maravillosos lugares de reposo; las camas eran siempre camas; las computadoras no servían para nada; las carreteras eran zonas peligrosas y demasiado expuestas.

Un día, un gatito juzgó que el columpio de tres pies estaba mal concebido. Fue mirando por un visor telescópico hacia la luna que tuvo esta revelación astronómica. Y la luna le envió su cara contenta y el gatito, no sabiendo qué hacer, gritó: “¡Eh muchachos, hay alguien a lo lejos!”

Le contestaron con un maullido sin interés: “¡Deja esas cosas que están fuera de tu alcance y ven a divertirte!”

La evolución tuvo un hipo. Se acababan de perder algunos millones de años.

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Evolución genética
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

La investigación había hecho inmensos progresos en esa época. Los investigadores se interesaron en particular en la evolución de los asnos. La multiplicidad de sus patas, su lamentable ausencia de manos, todo ello había empujado a brillantes científicos a enfrascarse en su caso.

La genética estaba aún balbuceante, pero ya se sabía seleccionar los rosales, crear linajes de perros, trabajar en la evolución rápida de vacas lecheras y de bueyes para la carne, y Mendel ya había encontrado la ley de sus arvejas. Se ponían grandes esperanzas en los asnos, animales dóciles y destinados a permanecer en el mundo.

Las obras comenzaron en una atmósfera de júbilo, los asnos modificados iban a poder ayudar mejor a los seres humanos. Los periódicos publicaron artículos triunfantes sobre el “asno con brazos: ¡el futuro del trabajador!”

En los primeros tiempos se selecciona, se cruza, se producen linajes. Se mezcla, con mucha razón, a los equus hemionus con los hydruntinus, incluso con los africanus. Las patas se recortaron, pero los asnos seguían sin tener brazos.

Se continuaron las variantes con mulas escogidas por sus largas patas traseras, se les disminuyó las orejas, se les volvió robustas y resistentes. Se trató de entrenarlas, poniéndolas en posición vertical, para hacerles comprender toda la gracia que hay en reposar sobre dos pies.

Nada funcionó. Esos animales eran incapaces de sustraerse de su condición, de imaginar el futuro radiante que les esperaba.

La atmosfera se volvió aburrida. Se organizaron ligas de defensa de los animales que juzgaban que: “la investigación sobre el asno con brazos tenía algo de inhumano.”

Al momento de la inundación, el debate estaba casi zanjado. Los asnos olvidados, el progreso engullido bajo las aguas, se tuvo que aceptar la evidencia. El asno no sería el futuro del hombre.

De cualquier manera, algunos ya habían hecho su elección.

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El incendio
René Bottlang Camille Thouvenot Pascale Berthelot Stéphan Oliva

El fuego había tomado el cielo. Los bomberos japoneses estaban en primera línea.

El incendio de las alturas celestes había sorprendido a todo el mundo y la gente se preguntaba sobre el origen de la primera chispa. Contra todo pronóstico, el fuego se había propagado de nube en nube, pasando, sin esfuerzo, de los stratus a los cumulus, ganando siempre en fuerza y en flamas.

La movilización fue desordenada. La gente comenzó a disfrutar del espectáculo, los niños se maravillaron de los colores rojos y anaranjados del cielo, algunos lanzaron sus pelotas que caían calcinadas. Los rostros se pusieron tensos, pasando poco a poco de la sorpresa a la inquietud, llegando, sin mucha esperanza, al límite del pavor.

Felizmente, los bomberos japoneses se sabían preparados. Se ejercitaban desde hacía lustros en las ascensiones sobre tallos de bambú, sin preocuparse para nada de los abucheos de sus colegas chinos. Partir al asalto del cielo era parte de su formación, su consigna “siempre más alto” resonaba ahora como un extraño presagio.

Sus primeros baldes de agua descendieron en vapor, transformando el campo de batalla en una gigantesca sauna. Redoblaron esfuerzos con lanzas de incendio. Inundaron el cielo con la loca esperanza de llenarlo.

Nada funcionó.

Y cuando cayó la noche, rayos titánicos atravesaban las flamas en explosiones de luz y de calor que no se debilitaban.

La solución llegó al alba.

El crecimiento de vapores hizo renacer el rocío en gran cantidad.

Depositándose en finas partículas, el rocío envolvía las nubes en un abrazo húmedo. Afectadas sin duda por esta marca de ternura, las nubes hicieron bajar las temperaturas. Emocionadas al borde de las lágrimas las nubes más jóvenes comenzaron entonces a llover. Llegaron pronto las nubes mayores y los cumulonimbus las acompañaban empezando sollozos gigantescos.

El incendio se apagó en ese diluvio de lágrimas.

No se supo nunca lo que había producido la primera chispa. Algunos comenzaron a dudar que hubiera habido un incendio. “El fuego no puede consumir el cielo” —juzgaban ellos con autoridad.

Los bomberos japoneses tuvieron una sonrisa discreta. Y retomaron sus ejercicios con más fervor.

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La muerte que no pasa
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Es extraordinario que no se haya notado. Por lo general, ella se aventuraba muy poco en el césped. Sin esconderse, quería ser discreta y no deseaba que se notara su presencia. Se la tenía en pensamiento y a menudo a distancia, con una mezcla de certitud y de peligro.

Sin buscar materializarse, a veces probaba los placeres del aviso y sucumbía a la felicidad de fundirse. Era entonces que aparecía. ¡Oh nada de grandioso en sus apariciones! Detestaba las puestas en escena y los pequeños efectos teatrales.

Preocupada en no mostrarse, ella se vestía sobriamente. El sol, como toda luz, la molestaba y entonces usaba un pequeño parasol que, según ella, le daba un aire coqueto.

¿Como creer que bajo esta sombra un fuego la consumía? La violencia de su postura se debía a su inmovilidad. No necesitaba moverse dado que se venía a ella. Uno se resbalaba en sus pendientes, se pataleaba tentando subir. Uno se sabía perdido, pero la rabia y la obstinación transformaban las manos. A veces suplicantes, a veces empeñadas, a veces agarradas, a veces resignadas, las manos componían el instante de mil repeticiones. Ella no se movía, insensible a todo salvo a su trabajo, y se hacia el receptáculo de los fines de la humanidad.

Algunos señores apurados no prestaron atención, pasaban como se pasa a menudo, en la imprudencia del tiempo. Tendrían su cuarto de hora un día, ella no tendría más que esperar.

Un poco perdida en el césped, un poco desorientada de saberse a la vista, podemos creer que tuvo un momento de fragilidad. Pero eso es conocerla mal.

Su aparición sublime es el signo de todos los miedos. Y si no pasa es que no tiene nada que esperar. Sin deseo, ella no es sino una intención: retirar lo que se pueda, dejar el resto a las piedras.

Su fin está inscrito en un rezo sobre todos los monumentos.

Pero a ella no le importa. No lee.

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El don 
Pascale Berthelot Denis Badault

Yo era muy joven cuando se tomó esta foto. Me faltaba confianza en mí mismo y estaba muy encerrado en mis contradicciones de niño. Fue cuando lo encontré que tuve la idea del don. Un don interesado por supuesto, que me haría vivir en la mirada de los pasantes.

Creo que él me vio enseguida, parecía menos salvaje que los otros. Poco inclinado a escapar de las pequeñas novedades. Nos acercamos despacio, atentos al deseo del otro, atentos también a sellar nuestra unión con el intercambio de presentes.

Aquel que dona obliga al que recibe, y de esta asimetría nace también la obligación de devolver. Había que encontrar un compromiso.

No digo que no haya dudado en el momento de aceptar, pero nuestra común juventud impuso mi decisión. Me puse en posición muy delicadamente, temía que una actitud demasiado voluntaria hiciera escapar al audaz.

Agachados los dos, nos miramos a la cara, mis ojos puestos en sus ojos, estábamos próximos al pacto. Le di lo que esperaba y recibí su regalo.

Su animalidad pareció desaparecer en el intercambio. Se dice que no se da sino a sus semejantes y era en ese instante lo que éramos los dos.

Un puro momento de gracia que hizo temblar mi cola.

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Brueghel ¡el falsificador!
Pascale Berthelot Denis Badault

¿Como se puede todavía dudar?

No era suficiente solo comparar, había que mirar también. Y sobre todo no dejarse contar un anacronismo de pacotilla. Lo afirmo alto y fuerte: ¡Brueghel ha copiado! Lo pintó en 1608 se ha inspirado en esa fotógrafa del Bosque de Boulogne.

Los detalles no engañan. Y si la duda siempre es posible, los cielos no conocen la mentira. Es suficiente con entrar en la escena para estar convencido. Ver el plan de conjunto, dejarse ganar por el ambiente, comparar aquí y allá las impresiones, apreciar las perspectivas, aumentar la empatía y sobre todo evitar ver las cosas de demasiado alto.

En pintura, la razón es una horrible consejera que corrompe más de lo que enseña.

Por supuesto, hay otra posibilidad, pero es tan monstruosa que no vale la pena imaginarla.

Nuestros paisajes de invierno son únicos, nuestras impresiones solo nos conciernen a nosotros, nuestras intimidades no se comparten. Cada uno de nuestros pasos, de nuestros gestos y de nuestros pensamientos son marcados por el sello de nuestra singularidad. Esto es un hecho y no se discute.

Imaginen un mundo donde todo no fuera sino continuación. Donde el tiempo, lejos de borrarse, se dilatara en trayectorias circulares. Donde el espacio no fuera distancia, sino solo repetición.

Un mundo horrible donde el dolor aquí sería el dolor allá, en toda su complejidad.

Un mundo monstruoso donde nuestras sensaciones más íntimas habrían sido ya vividas, con la misma intensidad, por desconocidos, extranjeros, seres que no son nada para nosotros.

Saber que la riqueza de nuestros deseos, de nuestras aspiraciones, que la belleza que nos llena a veces se pueda encontrar, en forma idéntica, entre gente lejana y extraña, es como una mancilla. La peste negra de nuestra unicidad.

Si Brueghel no ha copiado, en aquel momento abriría la puerta de ese mundo.

Entonces sí, lo vuelvo a decir con fuerza: ¡Brueghel es un falsificador! ¡Y es bueno para nosotros que sea por fin desenmascarado!

Chroniques
Chroniques Source gallica.bnf.fr / BnF
Source https://www.fine-arts-museum.­be/fr/la-collection/pieter-­i-bruegel-paysage-dhiver-avec­-patineurs-et-trappe-aux-oiseaux
Mi padre, ese héroe
Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Como la mayoría de hijos, he adorado a mi padre. Pero lo que realizó en 1910 lo pone, para mí, en el firmamento.

En el transcurso de una conversación memorable que tuvo con mi tío, su hermano, un hombre íntegro, pero increíblemente obtuso, él le pidió firmemente: “que cambie de aire”. Herido en carne viva, mi padre se encerró varios días en su taller y salió triunfante con la máquina de la foto.

De inmediato precisó que esta invención no servía para nada, que su sentido era otro. Se trataba, según los términos precisos de mi padre, de una “máquina para remover el viento”.

Sin duda, se empieza a percibir su genio. Demasiados sabios, filósofos y técnicos han tratado de descubrir cosas útiles para la humanidad. La inutilidad se ha encontrado siempre en una situación de abandono tan manifiesta que nadie, hasta ese entonces, había juzgado útil preocuparse.

La fuerza de mi padre fue el rehabilitar ese trozo esencial de nuestras acciones.

Es en efecto evidente que la mayoría de nosotros pasamos mucho tiempo ocupando el espacio, agitándonos sin objetivo, hablando sin ideas, sólo por el placer o la costumbre de decir palabras. En suma, pasamos el tiempo complaciéndonos en una forma de insignificancia que utiliza mucho de nuestro tiempo.

La máquina para remover el viento permite todo eso, pero, gracias al progreso de la técnica, sin pérdida de energía.

Es eficaz en los campos y en las asambleas, se la puede llevar a la oficina e inclusive a la casa. Ella hace sola lo que nosotros hacemos cuando nos agitamos para no decir nada, con nuestros argumentos circulares, con nuestros discursos de torniquete y con nuestra pasión común por las ideas de largo espectro.

Mi padre se dedicó únicamente a su nuevo descubrimiento. Inspeccionaba las praderas con su máquina, dando felicidad a los niños e incredulidad a los otros.

Pero nunca se le encontró una falla: la inutilidad es un deporte de combate, no se improvisa.

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El torneo
René Bottlang Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

Contrariamente a las apariencias, mis bisabuelos no se amaban.

Siempre estaban peleando por menudencias, quejándose siempre para evitar comprenderse y sobre todo imaginando trucos sucios para demoler al otro.

Tenían una pasión común por las bromas asesinas, lo cual quizá los acercaba. Éramos los testigos de sus artimañas, que debían ser discretas. Su complicidad en ese ámbito era del orden de lo íntimo y querían sobre todo no exponer sus torneos a los ojos del mundo. La regla de la época era: “hacer zalamerías y poner zancadillas”, que subsiste un poco hoy en día.

Mi bisabuelo tuvo la idea del primer ataque ofreciendo a su esposa un gigantesco ramo de flores. A pesar de un fuerte dolor en el brazo izquierdo, bien conocido de su esposo, ella recibió el presente griego con una sonrisa helada. Él, contento de su victoria, expuso su rostro alegre. Y es cierto que tenía de qué regocijarse, nada permite a los pasantes detectar el golpe. Era magistral en su alcance y en su disimulación.

Sin duda demasiado confiado, no pareció darse cuenta de la fina réplica de mi bisabuela. Con previsión y atención, ya había organizado el golpe siguiente. Sabía que su esposo sufría de dolores de espalda fuertes, es decir que no podía agacharse sin pena.

El pañuelo que hizo caer a sus pies no era solo una invitación. Era una orden de la buena educación: el esposo debe recogerlo bajo pena de pasar por un patán. Ella sufría en silencio, su ramo de flores en el brazo, saboreando el instante en que su esposo se diera cuenta.

Los dos estaban contentos. Uno por el instante presente, el otro por el minuto posterior. Dos sonrisas desfasadas en el tiempo.

Y, sin embargo, era la primera vez que se alegraban juntos.

Aunque cada cual a expensas del otro.

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Encuentro
René Bottlang Pascale Berthelot

Antes de su primer encuentro John y Marlowe no se conocían, ni siquiera habían oído hablar el uno del otro. Vivían, si podemos decirlo así, en un perfecto desconocimiento recíproco.

Uno se imagina fácilmente su mutua sorpresa cuando se cruzaron.

No es que no se reconocieran —lo cual es una evidencia— sino más bien que supieron compartir la misma ignorancia —lo cual no podían juzgar fortuito.

Para el observador, ese lazo tenue que los unía —su ignorancia compartida de la existencia del otro— podía ser insignificante, pero a ellos les pareció más bien que había un misterio que los empujó a hablarse.

“¡Es increíble, —dijo Marlowe, —no nos conocemos!”. “Increíble en verdad” —contestó John, que no quería parecer menos. La conversación comenzó pues en forma lúdica, cada cual buscando la confirmación de su intuición inicial.

Luego de algunas palabras, ya se apreciaban y pudieron pasar a las comparaciones entre ellos. El modo de portar la carpeta –a la izquierda–, el sombrero, la corbata, el terno, la sonrisa, la ausencia de vientre y esa especie de relajamiento natural que habían recibido ambos; todo ello lindaba con lo extraordinario.

Luego de esta revista en detalle, concluyeron conjuntamente que el uno podía sin duda alguna pasar por el otro, y viceversa. Y fue en el mismo instante que tuvieron la misma idea.

“¿Podríamos intercambiarnos?” —dijo uno de ellos. “Absolutamente” —dijo el otro. Ya no podían casi diferenciar sus propias réplicas. Entonces hicieron de concierto lo que no aparece mucho en la foto: el uno se volvió el otro. Un bello gesto de intercambio que selló de un solo golpe su amistad.

He visto nuevamente a Marlowe hace un tiempo y cuando le pregunté cómo estaba John, tuvo una sonrisa divertida: “¡Como usted puede ver!”.

No estoy seguro de haber apreciado realmente su bromita.

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La caza
Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot

La caza había sido buena, habíamos cazado una esfinge.

El animal era de edad y estaba lleno de recursos, pero nuestros perros consiguieron hacerlo salir. Como de costumbre, el animal monstruoso se había escondido en la arena. Una técnica ancestral para escapar a las miradas. Guardaba en su cuerpo los estigmas de su entierro.

A mi lado, John había encontrado la pista con paciencia. Sensible a la más pequeña traza, fue él quien reparó los signos de la esfinge.

Las esfinges viven largo tiempo, pero sobre todo son juguetonas: las patas efímeras de arena de su infancia se transforman en pirámides de piedra de su adolescencia. Es una marca que se ve desde lejos y sobre todo no engaña.

El resto es una cuestión de instinto y de determinación. La caza de la esfinge no es un periodo de placer, muchos son los que tratan de realizarla con la desenvoltura de los aficionados. La literatura está llena de esos malos cazadores que no han sabido nunca responder ni a una sola pregunta.

Como la esfinge es hábil, deja problemas difíciles cuando se la persigue. Cada huevo debe ser interpretado, cada gruta debe ser explorada, uno se hunde poco a poco en los dédalos de las interrogaciones. He conocido cazadores que luego de semanas de persecución perdían toda esperanza y se extraviaban en exámenes de consciencia, incapaces de recuperarse y de darse cuenta de lo que estaban haciendo ahí.

John y yo hemos estado firmes ante los múltiples engaños de la bestia. Nuestro plan fue glorioso y no dudamos ni una sola vez de haber logrado la hazaña.

He visto de nuevo a John hace unos años. Nos habíamos perdido de vista luego de esta formidable búsqueda. Parecía cansado y poco inclinado a hablar. Cuando le pregunté si estaba bien tuvo una respuesta confusa: “¿Sabes? Creo que la esfinge continúa interrogándome”.

¡Pobre John! Incapaz de abstraerse para probar el perfume embriagador de esta última caza.

Habíamos matado la última esfinge, cierto, ¡pero quedan tantos misterios por encontrar!

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Regreso de las Indias
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

Su esposa lo juzgaba “absolutamente angustioso”, pero mi primo había sido firme. Cada día regresaba a su casa a lomo de camello.

Había traído al animal de un viaje hecho a las Indias y estaba encaprichado con él. Ese medio de transporte le parecía “muy chic y perfectamente adaptado”.

Por supuesto, al inicio hubo abucheos, burlas un poco infantiles sobre el hombre y su montura. Él resistió y luego, en lo que al inicio parecía un desafío a las buenas costumbres, terminó por subir los peldaños de la seducción.

Lo saludaban en la calle y él respondía con un pequeño gesto del sombrero. Su camello impasible no se dejaba engañar. Había tomado afecto por el hombre, pero conservaba su distancia hacia los extraños. Con mi primo era muy diferente.

De tanto en tanto tenían signos de ternura e incluso momentos de intimidad cuando se hablaban en secreto. Los dos eran orgullosos, pero se enternecían mutuamente en sus paseos cotidianos, con frotamientos de pelos y también a veces con largas lamidas de lengua rasposa.

El hombre y la bestia se borraban en ese acercamiento, como si la complicidad hiciera desaparecer las fronteras. No hubo transformación, pero sí un deslizamiento del uno hacia el otro.

El camello adoptó las actitudes de su dueño. No era raro que se inclinase ligeramente delante de las señoritas, o que pase altanero delante de los comerciantes. Mi primo se expresaba a veces mostrando los dientes. En ocasiones más raras, se les escucho balar muy distintamente en dirección de los pasantes.

El hombre y su montura parecían estar al unísono y no se sabía bien como separarlos. En su tiempo, los Aztecas no distinguían tampoco el hombre que montaba del animal.

Años más tarde, cuando los dos habían desaparecido, encontré a su esposa. Tuvo una sonrisa desconsolada cuando evoco a su pareja: “No diría que me hubiera engañado, pero no puedo evitar creer que era solo la segunda en sus pensamientos.”

Esta confesión me recuerda un detalle que había olvidado. El camello nunca tuvo nombre. Cuando en ese entonces le hice la pregunta, mi primo me contestó secamente: “No se da nombre a lo que es próximo.”

Aún me interrogo sobre el sentido oculto de esta afirmación.

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Don Quijote ¿puede ser?
Pascale Berthelot Denis Badault

No se trata solo de afirmar, también hay que probar. Desde ya lamento esta fórmula, que no aporta nada y que quizá oscurece el problema.

La imagen es diferente, pero aun así… No creo en las coincidencias, en los azares un poco estúpidos que nos hacen dudar. ¡Pero aun así existe un parentesco!

¿Cómo no ver una filiación, un deseo de la historia de jugarnos trucos, una voluntad escondida de rehacer la aventura?

Voy a precisar inmediatamente la correspondencia: en los dos casos soy yo. Y no lo he buscado.

No creo para nada en la facilidad de Borges: no soy Pierre Menard y él no es Cervantes.

He jugado sobre esta playa, en la otra imagen también. Pero a treinta años de distancia. El acercamiento es muy perturbador.

No voy a evocar la memoria de mi padre, nuestras caminatas en el mar, nuestros paseos maravillosos cuando me sentía tan orgulloso de ser su hijo. Tampoco evocaré el rodaje de la película que me hizo hacer Sancho Panza, al lado de un actor memorable cuyo nombre no recuerdo.

Mi problema es más simple: ¿hay otro nombre para la predestinación? ¿Podemos creer en un acercamiento constituído solamente por el hecho de tener dos fotografías? Dicho de otro modo, ¿soy yo la reencarnación de un héroe de novela, por ejemplo?

¿Debería encontrar también a un maestro, adoptar sus fantasías, atenuar sus tormentos, ser, de alguna manera, su razón, su Jiminy Cricket?

Esas preguntas parecen personales, pero no lo son. Ya es bastante zambullirse en las imágenes para encontrarnos dobles. ¿Quién no se ha visto nunca en retrato? ¿Quién no ha encontrado a su hermano o a su hermana viendo a un desconocido? ¿Quién no ha tenido la extraña impresión de déjà-vu? ¿Quién no ha tenido nunca la impresión de una repetición?

Sospecho de las repeticiones, de aventuras ejemplares que no son sino repeticiones. Tengo a menudo la pesadilla –o el sueño– de un mundo saturado de Sancho Panzas, inundado de Don Quijotes. Un mundo en el que, hace treinta años, mi padre y yo estábamos en la playa comenzando una escena como si fuera la continuación de una serie.

Mirándome, tengo miedo de no ser realmente yo mismo.

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El distraído
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Fue al final de la cena que Jacques tuvo ganas de dar un paseo. Satisfecho más allá de sus esperanzas, recordando el placer de la mesa, se vistió con su indolencia habitual; hay que decir que Jacques era increíblemente distraído.

Se puso un pijama, el pequeño sombrero de su esposa y, por una oscura razón, descolgó la cortina del salón para ponérsela sobre sus espaldas. El frío del invierno le había suscitado el deseo de ponerse una capa.

Ensimismado en sus pensamientos bajó la calle, totalmente insensible a las miradas de los pasantes, a las sonrisas de lado y a las lenguas desatadas. Él estaba simplemente contento. Y lo que había empezado como un paseo digestivo amenazaba a cada instante con transformarse en una gigantesca carcajada.

Majestuosamente ridículo, Jacques no veía nada, no sentía nada y parecía solo preocupado por la cortina que se le resbalaba y que él trataba de retener con sus antebrazos. Fue justamente en ese momento que el destino intervino, preocupado sin duda por respetar la equidad entre el distraído y la burla de los hombres.

Un golpe de viento movió la cortina y la hizo levitar en la espalda de Jacques. La impresión era extraña, flotaba majestuosa, era únicamente visible a los ojos de los que tenían la burla en la boca.

Afectados por ese signo explícito y probablemente avergonzados de sus pensamientos, los habitantes del pueblo se persignaron. No es bueno burlarse de lo que nos escapa. Algunos, menos numerosos, comenzaron a arrodillarse en signo de apaciguamiento.

Jacques seguía sin ver nada. Todavía incomodado por la cortina intentaba retomarla con una mano preguntándose si no se había equivocado.

La próxima vez, es seguro, tomaría el mantel de la cocina que sería un chal muy conveniente.

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Un problema delicado
Pascale Berthelot Denis Badault

Marlowe me ha enviado ayer dos fotografías, con un comentario sibilino como de costumbre: “Espero que verás el problema.” Marlowe es así, no se enreda con frases y va directamente a lo esencial. Debía responder al desafío, y aquí copio la carta que acabo de enviarle:

Querido Marlowe,

Creo que podemos proceder del modo siguiente: se trata de una aparición, o de una desaparición. He observado bien las fotos, todo está en el mismo lugar excepto los dos individuos: los pliegues del colchón, la secuencia de la cadena, los cuadros sobre el muro y, bueno, prescindo de los otros detalles. La luminosidad es también comparable, el tiraje de los negativos explica sin duda la ligera variación de la atmósfera.

Sin embargo, y eso lo sabemos bien los dos, nada en este mundo se crea y nada en este mundo desaparece. Por lo tanto, es imposible que el problema sea ese. Observa ahora que esos dos casos aparecen solo si agregamos a las dos fotografías una temporalidad que las une. Es únicamente armados de esta sucesión de hechos –que no aparecen sobre el papel– que la pregunta aparece.

Regresemos entonces a nuestras suposiciones. Suponemos: (uno) que se trata del mismo cuarto –y no hay porqué dudar–, (dos) que una de las fotos marca un antes y la otra un después. Es esta segunda hipótesis la que debemos abandonar.

Podría pararme ahí y concluir que el problema es aquel de un tiempo ausente, dado que su única presencia conduce a dos cosas absurdas: una aparición o una desaparición.

Pero yo sé que eres muy fino y que esta conclusión suena también algo absurda. No se elimina el tiempo de este modo.

Tu pregunta sobre el problema queda, pues, entera e íntegra.

A pesar de ello, tengo otra posibilidad que conserva todas sus variables sin hacer desaparecer el tiempo. Te la expongo sin tardar. Esas dos fotografías abren dos mundos paralelos en donde, por un lado, los prisioneros están ahí, y por otro, no han lo han estado nunca.

Esta afirmación parece audaz, pero mirándola bien lo es. Ni mi mundo ni el tuyo podrían ser cambiados si esos dos prisioneros no existieran. Y la misma conclusión vale en el caso de que estén ahí. Puedo (y tú puedes) agregar o suprimir algunas existencias sin que ni tú ni yo seamos afectados.

Imagina por ejemplo una multitud con la que te cruzas donde faltaran algunos individuos. ¿Podrías establecer la diferencia? Imagina un pueblo lejano que conoces por tus lecturas o de oídas, ni tu mundo ni el mío serían afectados si esos pueblos fueran más o menos numerosos.

Nuestro mundo es pues una vasta aproximación. Es indefinido en nuestros pensamientos y comprende infinitas posibilidades en términos de apariciones y de desapariciones.

Para mí, querido Marlowe, tú existes en la mayoría de esos mundos. Pero lo que es cierto para mí no lo es para otros que no te conocen.

El problema que evocas es para mí el siguiente: ¿cuáles son los mundos donde nosotros existimos para los otros, y aquellos donde no los habitamos?

Para concluir una última pregunta: ¿qué dios incierto ha logrado tomar esas dos fotografías?

Muy cordialmente,

John

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Estado de urgencia
Pascale Berthelot Denis Badault

En un discurso famoso, el ministro de la Instrucción pública había decretado el estado de emergencia. Recuerdo brevemente los términos de su intervención.

“Nuestro país está en guerra, una guerra insidiosa cuyos estragos serán visibles solamente en una decena de años. La incultura está en nuestras puertas señores y, no nos equivoquemos, propaga con ella legiones de gente ignorante que mañana serán objetivos fáciles para todos los populistas.

Declaro el estado de emergencia en este lugar. Ordeno que se bloquee ese flagelo, que los medios del Estado sean movilizados para que cada niño, cada adolescente, cada adulto que lo desee pueda comenzar su lectura.

La Guardia Civil será requerida en este combate. Tendrá a su cargo proteger todo lector de la apatía de todos. En todo lugar, hombres armados recibirán la orden de desplegarse, de acompañar el lector –pequeño o grande– y de asegurar su serenidad repeliendo por la fuerza si fuera necesario a aquellos o aquellas que lo amenazarían.

Señores, ya es hora de que la cultura de nuestros conciudadanos no sea dejada al abandono, que el Estado se manifieste para crear, gracias a todos, los Hugos de mañana.”

Fue muy aplaudido.

En el curso de los días siguientes, recibí la orden de partir a la caza de lectores solitarios. Terminé por descubrir ese niño pobre de París hundido en una historieta. Al inicio algo incierto –¿los bocadillos y los dibujos correspondían a la obra?– comenzaba mi hora de vigilancia.

Hoy en día siento cierto orgullo de haber participado en ese movimiento. No sé si mi hijo será un autor, pero al menos habrá podido leer en paz durante una tarde.

Se cree a menudo que la lectura es un acto solitario. Sin duda, ello es bastante cierto, pero a condición que uno no sea molestado.

Hasta hace poco, la policía estaba presente justamente para eso.

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Conversaciones
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Hemos perdido el sentido verdadero de las conversaciones de antaño y eso es triste. Esos momentos dichosos cuando las réplicas vivas –asesinas o amistosas– abundaban en todos lados. Esos instantes de oposición frontal que tenían todo de torneo y no solamente oratorio.

Quisiera rehabilitar hoy día una técnica ancestral, en la cual nuestros abuelos se han distinguido en modo especial: las entrevistas frente a frente.

Contrariamente a lo que se cree hoy, la entrevista no es solamente una historia de dos personas. Los testigos son necesarios para hacer de ese momento otra cosa que un simple placer de pareja. Deben mantenerse a distancia y evitar los golpes. Una entrevista de ese tipo que degenera es como un buñuelo que no se ha hinchado, la obsesión de la cocinera.

Una buena conversación a dos no se improvisa. No se trata de un combate, sino de una serie de tentativas por conducir al otro a la razón, para hacerle entrever lo que tenemos verdaderamente en el cráneo. El contacto de las cabezas es accesorio, aunque también participa en el esfuerzo.

El empuje intelectual debe venir del interior de uno. Muchos tratan de obtener la victoria con torpeza, estando simplemente sentados al margen, raudos para esquivar o para fugarse. Los argumentos pueden estar bien afilados y si el que discute no está listo para ir al frente, no tiene más que ir a acostarse.

Lo digo nuevamente, una buena conversación entre dos personas deja al adversario en el piso.

Se ha querido ver en las conversaciones de antaño: “una tentativa un poco vulgar para vencer al oponente.” ¡Eso es simplemente vergonzoso!

Hay poesía en esos instantes en los cuales los pensamientos se mezclan, donde el ímpetu se vuelve irresistible, donde las tesis se oponen frontalmente casi sin peligro.

Muchos conflictos podrían ser resueltos por esos campeones de la reflexión, que se enfrentaban hasta hace poco, bajo formas juzgadas obsoletas hoy en día.

Nuestro país ganaría ciertamente un imperio y muchas cabezas, o al menos un pequeño territorio de libertad en las conciencias.

Tenemos, como tantos otros, políticos, filósofos, oradores y comerciantes que podríamos formar nuevamente en las técnicas de nuestro siglo.

¡Nada está totalmente perdido! ¡Es suficiente avanzar!

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Un niño grande
Camille Thouvenot Pascale Berthelot

Sé bien que voy a decepcionar. Y que todos los admiradores del gran hombre se encolerizarán conmigo. Pero, en honor a la verdad, debo decir lo que en aquella época todo el mundo sabía: Clemenceau se chupaba el dedo pulgar cuando se aburría.

Para mí, no se trata de hacerlo caer del pedestal –el Tigre quedará siempre como el gran hombre de nuestra memoria–, pero quizá se trate de hacerlo más humano.

Sabemos que el tiempo altera, que borra las imperfecciones del ser para conservar solamente la imagen histórica, el retrato magnificado.

El nombre Georges se borra detrás del apellido Clemenceau. Debemos pues rehabilitar, rehacer hacia el pasado el trayecto de nuestras memorias, reencontrar el individuo detrás de la estatua y, quizá, excepcionalmente, hacer revivir al niño.

Ya que, ¿cómo no ver en la succión del pulgar un remedio interior? ¿Cómo no sentir también las angustias del niño? Pero no es en realidad la dirección que voy a explorar, la exégesis no tiene salida cuando concierne lo íntimo.

No, lo que quiero recordar es que uno se aburría mucho en las sesiones. No había nada que hacer sino escuchar, concentrar toda su atención durante horas de discursos de los otros, escuchar a veces conferencias relajantes, y todo ello sentados en sillas incomodas. ¡Había razón para buscar la evasión!

Georges chupaba su dedo como otros leen el periódico, escriben su correspondencia o dejan sus pensamientos volar hacia la cena de la noche. En esos lugares cerrados, en esas prisiones de poder, hay una voluntad de estar siempre en otro sitio, un deseo de escaparse. Y como no se puede escalar los muros, la mayoría se inventa historias.

Para Clemenceau es todo muy diferente. El gesto es asumido, y tiene esa cualidad límpida de los niños que dicen la verdad. Ningún deseo de engaño en ese pulgar en la boca. Concentrado en su succión, él puede navegar hacia otros mundos mientras escucha a los demás.

Más aún, el gran hombre lo ha dicho: “Cuando se es joven es de por vida.”

¡Qué bella lección para nuestros contemporáneos!

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Una foto malograda
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

¡No comprendo cómo hemos llegado a esto!

No tengo absolutamente nada contra Clemenceau, Fallières o Lépine que son muy naturales y viven bien su época. ¡Pero Mollard, el embajador Mollard, que loca idea la de utilizar su celular!

Me pongo en el lugar del espectador y es absolutamente asombroso, ¿cómo puede creer un instante en la veracidad de la escena?

Se lo había dicho a Mollard en el momento de la toma: “Sobre todo nada de disimulo, compórtese como en la vida corriente.” Ha debido tomar mi indicación al pie de la letra ¡pero de ahí a malograr un cliché histórico!

Ya puedo escuchar a los menos despreciadores, a los detractores que se van a juntar: “Ah sí claro un celular, ¿y por qué no una tableta táctil? ¡La fotografía parecía ya ser una puesta en escena, ahora destila un olor pesado de anacronismo!”

Y todos esos adeptos del complot no se equivocan, aquellos que ven en la Historia solo cuentos para niños, aquellos que dudan de todo y que piensan que el mundo empieza con sus nacimientos.

Por supuesto, hemos rehecho la toma, pero ya era demasiado tarde, los periódicos de la época ya se habían apoderado de la imagen y escribieron a la una: “¡Un celular en 1907, que absurdo! ¡Gracias Señor Mollard!”

Intelectuales listos a movilizarse denunciaron, y cito, “la manipulación de las imágenes y el lado pernicioso que nos hace creer en todo lo que vemos.” ¿Como no darles algo de razón?

Pregunté a Mollard porqué había replicado, y me dio esta respuesta sincera, pero perfectamente inadaptada: “Cuando me llaman respondo, no puedo evitarlo.”

¿Qué quiere usted que hagamos con esa argumentación?

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El pasaje del pintor
Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Me gusta mucho Van Gogh, pero no comprendo lo que le ha hecho a nuestra casa.

Mi esposa y yo le habíamos dejado las llaves con un exhortación en forma de súplica: “¡Por favor, no pinte nada!”

Visiblemente, no ha podido resistir.

Vincent es un ser encantador, pero transforma todo lo que ve. Una casa bien construida es una ofensa a su mirada, un cielo estrellado y bien ordenado se vuelve, en una pintura suya, en una explosión de volutas brillantes donde todo está invertido. Tiene la manía de los colores y de las transformaciones arriesgadas.

No digo que no me guste, pero es que no atrae a los otros.

Naturalmente me dirán que todo está en la mirada y en la representación, que él no toca para nada la realidad de las cosas, sino más bien la idea que nosotros hemos construído. Muy bien, ¿pero que hacemos con mi casa? Cada vez que la miramos aparece de ese modo.

Mi esposa y yo tenemos gustos más bien griegos, rectángulos y cuadrados eran suficientes para nuestra dicha. Habíamos calculado con mucha paciencia sus proporciones e incluso yo incluí algunos números áureos en la fachada de la entrada.

Todo ello ha desaparecido bajo la mirada del pintor. Nuestros amigos nos lo han dicho con un destello de malicia: “Ahora vuestra casa tiene todo lo de una pintura. Deberían exponerla.”

Van Gogh es un amigo, no lo pongo en duda, pero ¡que muestre sus talentos fuera de mi casa! ¡que transforme sus paisajes, que vista sus iglesias! Y, sobre todo, ¡que tienda el oído a las demandas de sus amigos y que deje de pintar lo que no es suyo!

Al partir, y queriendo sin duda disculparse, dijo a mi esposa: “Es muy bello vuestro jardín, tengo ganas de hacer un croquis.”

Mi esposa, de costumbre muy tranquila, tuvo un gesto de miedo: “¡Ni siquiera se le ocurra!”

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El deporte de antaño
Pascale Berthelot Denis Badault

Ese género de competición ha desaparecido totalmente y podemos preguntarnos porqué.

El objetivo no es levantar masas cada vez más pesadas, sino más bien al contrario, hacer todo al revés y disminuir poco a poco el peso.

El vencedor, como podemos ver en la foto, es aquél que logra levantar la pesa más ligera.

Se capta inmediatamente la ingeniosidad de la fórmula. El enclenque, el delgado y el débil de las articulaciones tiene todas las posibilidades de vencer. Es inútil hacerse el presuntuoso como mi primo en la imagen fotográfica.

Esta rehabilitación de los pobres y débiles es la marca de la época, pues ese deporte, en gran parte desaparecido, permite participar a todos siguiendo el adagio de mi colega Coubertin. No se trata de una forma de selección natural, muy de moda entre nuestros vecinos del Otro lado del Canal de la Mancha, sino de una competición bien francesa que sitúa la igualdad en el centro de la sociedad citadina.

Nunca se ha podido hacer mejor.

Pero ¿quién recuerda hoy a esos campeones de antaño? Jean-Marie Elchico (campeón de Francia en 1907), de Jacques Joven (campeón del Cher y del Indre en 1908), y sobre todo de Armand Vencido (campeón de Francia en 1909, 1910 y 1911 ¡nada menos!) que encantaron nuestra infancia.

Nuestra época está hecha de rendimiento, de superación de sí mismo y de todas esas trastadas que entran en las casas.

Pero ¿quién recuerda a los otros? A aquellos que no invaden nuestras memorias y que son, sin embargo, como faros que iluminan el cielo con su perfecta normalidad.

Tengo la esperanza de que un día podamos reencontrar esas competencias de antaño, que nuestros campeones débiles puedan dar la vuelta a los estadios, que conquistadores enclenques inflamen el corazón de las multitudes, ¡que se rehabiliten las grandes virtudes de la ausencia de proeza!

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Una admirable continuidad
Mario Stantchev Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Hay actitudes que no se equivocan y que de cierta manera fuerzan nuestro respeto por su continuidad.

Evidentemente, quiero hablar de la postura de la espalda.

Ciertos inocentes creen todavía que se evita sin mirarla, pero eso es insuficiente. Podemos interesarnos en nuestros pies, o levantar los ojos al cielo mirando el horizonte, pero nada reemplaza la postura de la espalda.

La técnica está probada: poniéndose sobre un costado del cuerpo, se trata de tomar apoyo en un pie y luego de comenzar un giro ligero que hace salir al inoportuno del campo de visión. Si se hace bien, la postura es eficaz y respeta la regla que se ensena a los niños: “Nunca decir no de frente.”

Pues el error más común es el siguiente: hundir su mirada en la del otro.

Y cuando se hace esto, él aparece.

Lo que no era sino un mendigo, un vendedor ambulante, un intruso, se vuelve de un solo golpe un poco más humano. Cambia brutalmente de estatuto y el “no” que se tenía en los labios es mucho más difícil de pronunciar.

En su época, Perseo lo había remarcado muy bien negándose a cruzar la mirada de la Medusa.

El peligro de los ojos es manifiesto y lo único que se puede hacer es mostrar la espalda. Esta actitud bien natural se transmite de generación en generación, no tiene la cualidad algo insípida que la asocia a una época. Se despliega desde siempre y nos une a nuestros ancestros.

Intemporal, ahistórica, la postura de espalda constituye una de las rocas profundas que constituyen nuestra estructura. Diría casi nuestra humanidad.

No se trata esta vez ni de dar, ni de recibir, sino sobre todo de no ser molestado.

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Un punto de vista chino
Pascale Berthelot Denis Badault

Esta foto de propaganda ha sido tomada por un colega chino. Esperaba mostrar a sus compatriotas una mentira muy a la moda del otro lado de la tierra: ¡los Europeos caminan sobre sus cabezas!

Quisiera tomar unos instantes para exponer toda la falsedad de este argumento.

Desde el punto de vista de la física experimental, no existe lo que se podría llamar la gravedad europea, paralela a la gravedad china. Todas las gravedades son iguales: el peso que se tiene sobre la cabeza o sobre el corazón pesan con la misma intensidad si se está en Shanghái o en Honfleur.

Dicho de otro modo, la gravedad no tiene nacionalidad.

Desde un punto de vista socio-lingüístico, se concibe mal que un pueblo, una nación, un continente, pueda ocuparse de sus cosas con las manos en el suelo. ¿Y qué sentido podemos dar a esas múltiples expresiones que utilizamos? ¿Cómo esperar a alguien con los pies firmes sin las manos? ¿Cómo poner en pie un proyecto, si se los tiene en el aire? ¿Cómo parar los rumores si están constantemente en las alturas?

Nuestros pies, señores chinos, están bien sobre la Tierra y ahí se van a quedar.

Desde un punto de vista filosófico, no deseo llegar a las manos, pero escuchen el argumento. Si nuestras cabezas estuvieran en el suelo entonces ¿cómo comprender la elevación de nuestros pensamientos, la propagación de nuestras ideas, la sabiduría de nuestros ideales y nuestro excelente conocimiento del cielo?

Todo ello no tendría ningún sentido y nosotros sí lo tenemos.

Queda la fotografía. Diré dos palabras sobre ella. Tres es un número demasiado pequeño para una generalización de ese tipo.

El segundo argumento es poco visible a los ojos de nuestros amigos lejanos. Pero, para los Europeos convencidos de lo que somos, es muy fácil reconocer la superchería. Se trata evidentemente de los Ingleses. Una nación extraña sobre la cual sabemos pocas cosas.

Lo cual explica el error europeo de mi colega chino.

Nota 1: un colega inglés me ha enviado una rectificación mordaz después de la aparición de esta nota: "For God’s sake, don’t you see they are Germans!"

Nota 2: Luego de mi rectificación, he recibido un mensaje de un colega de Alemania: "Ach du lieber Gott ¡No ves que tienen caras de españoles!"

Nota 3: El mensaje que ha llegado de Madrid es bastante explícito: “Hola compadre, ¿de qué estás hablando? ¡Son italianos!”

Nota 4: Acabo de recibir un cable de Torino que no me atrevo a abrir…

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Una historia de niños
René Bottlang Pascale Berthelot

Su nacimiento había sido guardado en secreto. La Torre Eiffel había dado a luz octillizos.

Cuando eran pequeños, con sus estructuras poco curtidas, se los había instalado en un jardín de recreo cerca de París. A los dos meses ya tenían una bella altura, que testimoniaba el vigor de su ascendencia.

La madre, muy atenta, los observaba de lejos. Las jóvenes Torres Eiflon –el término proviene de las pequeñas jirafas, aunque no sea muy lindo– se desarrollaban rápidamente y se proyectaban ya hacia futuros radiantes.

“Yo iré a Londres”, —decía una torre. “Yo iré a Berlín” —decía la otra. Continuando la carrera de su madre, se imaginaban en una gran capital. A esta edad, el sueño tiene ya el gusto de las realidades y todavía no se ha alejado de las pequeñas dificultades de la vida que pesan sobre su realización. Las torres se daban de todo corazón a los sueños y multiplicaban las posibilidades futuras.

“Podríamos también quedarnos cerca de mamá y rodear la capital. ¡Podríamos brillar en París!” decía una tercera torre.

El primer nacido, un poco gruñón, hizo rechinar sus vigas para marcar su desaprobación: “Dejen de proyectarse en el futuro! Nuestra función no es sino figurativa y simbólica y, además, por filiación, tenemos que encontrar otra cosa para existir en vez de posarnos simplemente.”

El joven aguafiestas produjo un silencio molesto. Felizmente solo duró  un corto instante.

“¡Mi función es el cielo!”, “¡Y la mía, de albergar a los pichones!”, “¡Y la mía, de ser tomado en foto!”, “¡Y mi función es observar!”.

Los comentarios venían de todas partes.

La Torre Eiffel escuchaba a lo lejos sin decir nada. Ella sabía el valor de los sueños de niño.

Fue, sin embargo, muy atenta a la declaración de su pequeña octava torre, que estaba silenciosa hasta ese momento: “¡Yo quiero ir a ver a Papá!”

Lo cual la hundió en un abismo de reflexiones, que el pudor de la época nos obliga a no desvelar.

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Recuerdos
René Bottlang Pascale Berthelot Denis Badault

Me gusta esa foto de mi clase de nido. Éramos tan pequeños y tan llenos de promesas.

Nuestro maestro, el Señor Pic, preside al centro. Era un hombre dulce pero intransigente. Lo hacíamos rabiar con nuestro talante rebelde. Ese año, recuerdo bien, habíamos decidido dejarnos crecer la barba o el bigote y hacer un gesto de burla con la nariz para expresar bien nuestros sentimientos por la escuela.

Era infantil, pero estábamos encantados.

Vernos así, unos serios, otros siempre divertidos, hace remontar en mí muchos recuerdos.

Jacques, el agitador de la banda, había venido un día en pantalón corto y medias hasta la rodilla por el simple placer de exponer su diferencia. John, el decidido, había preferido no afeitarse nunca más y cuya barba, en la foto de fin de año, había adquirido proporciones inquietantes. Marlowe también, el reflexivo del grupo, que hoy en día es el gran pensador que conocemos, en esa época pasaba su tiempo coleccionando insectos que conservaba en su escritorio escolar.

Era el tiempo de las bromas y de los chistes, de los juegos de pelota, de los dados y de las interminables partidas de canicas.

Hoy me pregunto qué les ha sucedido. Fuera de Jacques, de John y de Marlowe no los he visto nunca más. Algunos han hecho buenas carreras en la administración; otros, ocupan puestos de responsabilidad en el seno de grandes empresas, pero no puedo dejar de creer que han perdido algo de la frescura infantil que se ve en la foto.

Claro, es una afirmación banal, y compartida por todos aquellos que atesoran sus recuerdos de la escuela primaria.

Sin embargo, tengo la debilidad de creer que, en mi caso, es algo diferente.

¡Vaya uno a saber por qué!

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La lección 
Mario Stantchev Pascale Berthelot

No hay ningún error en la fotografía. Se llamaba Martín y estaba presente en todos nuestros cursos de medicina.

El profesor Broca comenzaba siempre sus lecciones con esta advertencia: “Ustedes van a terminar así, por lo tanto ¡acostúmbrese desde ahora a vuestra envoltura futura!” Era bastante malo el profesor, pero por supuesto tenía razón.

A cien años de distancia es aún más cierto. Desde hace tiempo, todos han terminado en Martín, y la misma foto tomada hoy día no permitiría distinguir la más mínima diferencia. Es el precio del tiempo y la fuerza silenciosa de la fórmula de Broca. No podemos sustraernos, aunque nada nos impida ensayar.

Se cuenta que Martín era un antiguo profesor de anatomía. Hacia el final de su vida, había legado su cuerpo a la ciencia para, como él decía: “servir todavía para algo.” Había sido escuchado, y presidía el pequeño anfiteatro como un mensaje escalofriante.

Los cursos de la noche, sobre todo en el primer año, eran los más temidos. En medio de la lividez de los inicios de la electricidad, esperábamos a cada instante que Martín comenzara la clase; que tomara un libro y que iniciara, con una voz chirriante, los primeros capítulos de la lección de disección.

Un día, los estudiantes de medicina pusieron a Martín delante del escritorio, en el lugar de Broca. Engalanado con un sombrero, el pobre Martín miraba al profesor. Broca valoró el chiste. Vino a sentarse a un banco al lado de los estudiantes y con voz potente declaró: “Lo escuchamos.”

De golpe, en el silencio algo pesado del salón, se oyeron los murmullos del viento. Por encima del esqueleto los pensamientos se agitaban.

Como decía Marlowe, citando a un gran pensador: “De la cultura antigua no quedará sino un montón de escombros, y al final un montón de cenizas, pero habrá siempre espíritus que flotarán sobre ellas.”

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La reinvención del teléfono
Camille Thouvenot Pascale Berthelot

Los éxitos de Bell habían suscitado rencores y quizá ciertos celos. No era el caso de Marlowe que deseaba, según sus términos: “revolucionar el uso del teléfono.” Había partido de la constatación bastante banal de que los animales disponían de sentidos mucho más desarrollados que los nuestros y que podían intercambiar información a distancia.

Había imaginado el aparato de la foto, una mezcla extraña de técnicas y de perro chihuahua. Fue marcando el primer número que tuvo la primera sorpresa: le respondían con un gruñido distante y le colgaban. Ese breve éxito lo entusiasmó y sintió el poderoso olor de la victoria.

Marcó un segundo número, de larga distancia esta vez, y esperó lleno de esperanza. La conexión demoró en establecerse, pero al cabo de algunos segundos oyó los sonidos “tu-tu-tu” de la conexión distante.

Al final alguien descolgó.

Su segunda sorpresa fue un “guau-guau” interrogativo que él interpretó, sin duda, como posiblemente proveniente de un perro San Bernardo. No sabiendo cómo responder y siempre bajo la influencia de la sorpresa, tuvo esta frase que quedará perenne en las memorias: “¿Hay alguien?”

En respuesta, Marlowe recibió una serie de ladridos enojados, fácilmente comprensibles, pero absolutamente indescifrables en detalle. Al final colgaron.

El pobre Marlowe había hecho un avance espectacular, pero sólo a medias. Su extraño aparato funcionaba perfectamente, pero sin conocer nada del lenguaje canino, se podía decir que no servía de nada.

Algo decepcionado, en la noche escribió en su diario: “(1) He revolucionado el mundo de la comunicación. (2) Los perros lo habían hecho antes que yo. (3) No tienen ningún respeto por mi descubrimiento.”

Luego, muy cansado, se sirvió un whisky emitiendo un vago ladrido.

No se dió cuenta del ojo atento del perro chihuahua que agitaba su colita en signo de respuesta.

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Una linda pareja
Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Hacia el final de su vida John estaba casi ciego. Felizmente tenía a Marie.

Las novedades de Millerand o de Péchin no le interesaban mucho, pero no le gustaba saberse fuera del mundo, esa triste dirección a la que lo empujaba su ceguera. Y le encantaban sobre todo los momentos en que Marie se acercaba a él para leerle.

El uno junto al otro, bien cercanos, probando los placeres de la inclinación, ella le hablaba de amor leyendo estereotipos. Los lemas de Millerand tomaban otra forma, como si desde siempre buscaran salir del cascarón. Un pomposo “¡Franceses voten por mí!” se volvía, en la boca de Marie, una deliciosa invitación a renovar juramentos. John, en el cielo, no oía nada más que esta melodía, alimentándose de sus entonaciones. Insensible al sentido de las palabras, escuchaba solamente la prosodia.

Marie, muy emocionada, continuaba su lectura, interesada sobre todo en dar y recibir una ligera presión en el brazo. Su pasión, muy discreta, no se veía. Sin embargo, ella estallaba como una evidencia, como un río poderoso de gran profundidad. Todo se desplegaba en la retención, en la ausencia de gestos y en la emoción de uno y otro.

Pero hubo un momento en el que ella se detuvo.

“¿Regresamos?” —dijo ella, sin marcar mucho la interrogación. “Regresamos” —respondió John por el solo placer de aceptar.

Comenzaron entonces lentamente su viaje de retorno. Siempre bien juntos, el uno sosteniendo al otro. El ciego y la lectora, esa linda pareja seguía la pendiente ligeramente descendiente.

No tendrían nada que afrontar y partirían juntos.

Y cuando la voz de Marie se apague un día, él tendrá solo que cerrar los ojos para poder unirse a ella.

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El embajador
Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

El embajador tenía un deseo de multitudes que, a su edad, no podía satisfacer más que con los gorriones.

Entonces venía al jardín para lanzar sus arengas, poco preocupado de saber si se comprendían. Por lo demás, no recordaba haber sido tan seguido anteriormente por los gorriones.

“Ya verán pequeños amigos, la geopolítica me dará la razón un día.” Es posible, por supuesto, que los volátiles hayan estado emocionados con el viejo hombre, pero parecían interesarse menos en él que en su mano.

El embajador hacía sus discursos, los pájaros recogían las migas. Era suficiente para el uno y para los otros.

Había creído toda su vida en la diplomacia; los gorriones habían creído toda su vida en la bondad del hombre. Los dos se habían equivocado, pero no les importaba. Para el embajador, el mundo se había dividido siempre así: los que contaban para él y los que no contaban.

Para los gorriones era exactamente la misma cosa.

Se encontraban entonces en ese campo de juego, intercambiando sus impresiones, comparando los destinos de las naciones.

Por supuesto, por un lado, el discurso parecía construido, en cambio, del otro lado, todo era retorcijos y saltitos esquivos. Pero en el fondo, se reunían en lo esencial: la soledad y el hambre.

Poco importaba que el embajador se hubiera equivocado toda su vida. Él era escuchado y los pájaros parecían amados. Los dos tenían razones para encantar al otro. Y se entregaban a ello de todo corazón.

¿Quien se atrevería a criticar lo que hace un poco al hombre y mucho al gorrión?

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Accidente
Pascale Berthelot

Todavía escucho a mi madre salir de la cocina gritando: “Pero ¿qué han hecho niños?”

Sin embargo, era claro, habíamos hecho caer al enano del jardín.

No sé desde cuando había comenzado la pasión del Abuelo por esas esculturas un poco silvestres, que disponía al fondo del parque, al lado del estanque e, incluso, al frente de la entrada. Quizá le parecía divertido. Una colección de presencias que él cuidaba y a las que, a veces, hasta les hablaba.

A nosotros nos parecía horrible y un poco inquietante.

Su pasión se simplificó con la edad, aumentando progresivamente la talla a medida que él se disminuía. En la época de la foto solo se ocupaba de sus enanos. Cada mañana los mimaba y les desempolvaba los pies, retirando las enredaderas. Nos daba la impresión de un sacerdote algo senil concentrado en su devoción. Cuando lo invitábamos como de costumbre a venir a jugar con nosotros, respondía imperturbable: “Miren como son magníficos!”, y retomaba su trabajito de devoto.

Cuando un día, un enorme camión trajo a Gruñón –era el nombre idiota que le había dado–, estaba agitado como un perrito. “¡No! ¡Cuidado!, ¡ahí no, allá no, más lejos, despacito, ya, ahí está bien!” Finalmente, se sentó en su banco para contemplar al recién llegado. Nosotros estábamos a sus pies, impresionados a pesar de todo por la talla del enano de jardín.

La decisión nos llegó ese día, había que salvar al Abuelo.

Fue Gruñón quien tuvo que pagar. Su talla considerable era también su defecto. La gravedad es generalmente una buena chica, pero no soporta la idea de ser desafiada. Casi no tuvimos que empujar. Recuerdo la reacción del Abuelo. Mi hermano mayor me contó después que primero cayó desplomado.

Finalmente, el viejo hombre se había volteado hacia nosotros diciendo: “No es nada grave niños, ahora ¡vamos a jugar!”

Estoy casi seguro que ha inventado el final, pero me quedo con esta versión. Tiene un delicioso perfume de verdad, como todos los cuentos para niños.

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El origen
Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

La cuestión de los orígenes es una de las más confusas que existen. Aparte de los nacimientos, los cumpleaños, los matrimonios, las batallas y los decesos –aunque no siempre–, tenemos mucha dificultad para fechar con precisión. Hay que creer, sin duda, que nada nace de manera clara y nada muere francamente.

Es todavía peor en lo que concierne a las expresiones. ¿Quién puede fechar con exactitud el momento en que se dijo: “Buscarle tres pies al gato”, “le dieron gato por liebre” o “a caballo regalado no se le mira el diente”? Naturalmente, algunos han tratado, pero nadie ha logrado convencer.

Los progresos de la fotografía nos permiten hoy en día avanzar un gran paso adelante. Por primera vez en la historia podemos remontar al momento exacto de una génesis, es decir, asistir al nacimiento de una expresión.

Expreso de inmediato mis conclusiones: “Como un elefante en una tienda de porcelana” apareció por vez primera en New York en 1920.

Este descubrimiento ha suscitado ciertas críticas entre mis colegas, no puedo esconderlo. Algunos se han emocionado al saber que una expresión bien francesa aparezca en un país extranjero. Otros, más finos, han hecho notar que la expresión no existía en inglés. Pero esos dos argumentos son totalmente inexactos y ahora voy a refutarlos.

El inglés dispone de una expresión parecida que estaba muy de moda en esa época: “Like a bull in a china shop”, en castellano: “Como un toro en una tienda china.”

La confusión es evidente. Contrariamente a los pueblos europeos de cultura antigua, que ven elefantes en todos lados y ello desde tiempos inmemoriales, nuestros jóvenes amigos del otro lado del Atlántico descubrieron al elefante muy tardíamente. Era entonces natural que se equivoquen y que asocien el recién llegado con una figura familiar.

La actitud complacida de los personajes –visiblemente poco asustados por el monstruo– demuestra bien su error: lejos de ver (¡por la primera vez!) una expresión francesa en acción, creyeron que era solo un pasaje del toro.

Nuestros amigos norteamericanos asistieron entonces a un nacimiento que no podían probar pues, en gran mayoría, no tenían ni el conocimiento de nuestra lengua, ni aquella del elefante. Es triste, pero es así.

Se impone una sola conclusión: la expresión “Como un elefante en una tienda de porcelana” nació en New York en 1920, pero fuimos los únicos que pudimos aprovecharnos de ella.

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¿Es ciencia o no es ciencia?
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

Hace poco nos interrogábamos sobre las técnicas ancestrales del péndulo, del zahorí, del radiestesista, e incluso del magnetismo, con una sola pregunta en la cabeza: ¿funciona o no funciona?

Se había invitado a los cinco más grandes especialistas de eseos campos preguntándoles para demostrar sus eventuales talentos. Ello dio lugar a bellas peleas sobre las cuales no hablaré aquí. En el momento de tomar la fotografía estaban todavía en las presentaciones.

La mayoría de los cinco invitados parecían concentrados, salvo el segundo a la derecha que parecía interrogarse, y su colega zahorí que tenía problemas para calmar la agitación de la varita. La modesta multitud de curiosos estaba atenta, todos tenían los ojos llenos de las promesas del espectáculo por venir.

Lo que sucedió después fue extraordinario desde todo punto de vista.

Un péndulo comenzó a agitarse, luego otro más, y en fin un tercero. Todos comenzaron un movimiento circular de ida y vuelta que se amplificaba. El hombre de la varita no pudo controlar la torsión vertical del avellano. Parecía que hacía esfuerzos por resistir. Un golpe de viento poderoso hizo temblar las ramas de los árboles. Los péndulos continuaban girando. Un cuervo graznó a lo lejos, aumentandole un detalle a la escena. Una de las espectadoras amenazó con desfallecer, sus ojos vacíos reflejaban el susto. La hierba que estaba a los pies de los zahoríes pareció levantarse en un movimiento lento que acariciaba los vellos del brazo. El cuervo regresó y se posó en una rama. La varita se calmó y los péndulos también. Pudimos al fin respirar.

Los zahoríes intercambiaron miradas satisfechas y hasta el cuervo tuvo un ligero movimiento de cola.

¿Cómo dudar que estaba pasando algo? ¿Cómo no creer que un hecho fuera de lo común había tenido lugar en este claro del bosque? Para el gentío de campesinos curiosos era una evidencia, el mundo no estaba clausurado y tenían la prueba.

Regresando a sus campos o a sus casitas, llevaron consigo esta esperanza de misterio.

Los niños partieron al bosque a buscar avellanos, los hombres intercambiaron algunas palabras enérgicas para marcar el desafío, las mujeres vieron sus sospechas confirmadas y parecieron más inquietas que antes.

Pero para todos, el mundo se había vuelto, de un solo golpe, un poco más maravilloso.

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La llegada
Pascale Berthelot

Por evidentes razones de seguridad, su conversación fue mantenida en secreto durante años. Grabada sin su conocimiento revela, creo yo, la enorme distancia que nos separa de ellos. No podemos dudar, sin embargo, que en las próximas décadas o en los próximos días deberemos prepararnos para su regreso ineluctable.

Grabación de XXX/YY en el lugar dicho ZZZ . No difundir.

—¿Tú sientes algo?

—No mucho: presencias, pero no conciencias. Me pregunto si no hay un problema con las combinaciones.

—Son normales. Pero tienes razón, no se ve nada bajo esa cosa. Nos debieron dar simples trajes de protección.

—Bueno, no importa. Anota las coordenadas. Tomamos el cuarto #@^/# {}, estará muy bien con el jardín. ¡Terraformamos todo y ya está!

—¿Donde pondrías la piscina de metano?

—Allá, en la esquina, al lado de la fuente de neutrones. ¿Estará lindo no?

—Muy bonito que los chicos nos hayan atribudo este planeta. Tranquilo, lleno de gas carbónico y con un muy ligero olor a oxígeno. ¡Es delicioso!

—Y sobre todo ¡que apacible! ¡Qué tal ausencia de todo! ¡Qué soledad tan exquisita! Mira las montañas allá, no tendremos más que aplanarlas para el campo de plasma. ¡Va a ser fantástico!

—Bueno vamos. Regresamos en una pequeña sesana y nos ponemos a trabajar.

—¡Te amo querida!

—Yo también mi viejito.

*

Desde hace más de cincuenta años, todos los gobiernos vierten en el espacio y en todas las frecuencias de radio el mismo mensaje: “Estamos aquí ...stop... La tierra ya está ocupada ...stop... Agradecemos que tomen contacto con los servicios de inmigración ...stop... Otros planetas son posibles a precios accesibles ...stop.”

Pero siempre nos interrogamos sobre la verdadera longitud de su “pequeña sesana”.

Sin embargo, algunos impacientes piensan que la broma ha durado demasiado tiempo.

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Saludos
Pascale Berthelot Denis Badault

En nuestras campiñas, no hace mucho tiempo, el encuentro con un amigo –o con una persona conocida– daba lugar a juegos que no eran solamente apretones de mano. Cada región tenía sus propios códigos y saludos.

A veces se podían intercambiar burlas con la mano sin que nadie se ofuscara, saludar con la mano en la frente, bosquejar un “paso de costado” en signo de amistad, e incluso, más sencillamente, tender el pie en dirección de la persona que se quería saludar.

Esas modas rurales y regionales difícilmente se exportaban; de una región a otra, el mismo código tenía distintos significados. ¡Un “buenos días”, muy correcto, pero perfectamente bretón, se volvía un “lárgate!” muy poco educado en el Bajo Berry.

Esos errores tuvieron como consecuencia una disminución de la variedad de saludos. Y con ello, una homogeneización de las fórmulas de cortesía. Los buenos días locales desaparecieron poco a poco. Hoy en día no quedan sino dos o tres formas clásicas, yendo del apretón de manos a un ligero movimiento de la cabeza. Solamente el número de besos, variable según las regiones, testimonia todavía, aunque muy ligeramente, esta profusión de saludos de antaño.

Todo ello explica la rareza de la foto. Se trata de un excepcional “buenos días con dos manos” que casi había desaparecido.

La secuencia es bastante compleja: cada cual comienza por presentar sus dos manos la palmas hacia el otro, luego se aplaude con las manos, y al final se aplaude las manos de la otra persona. La repetición de la secuencia aumenta con el grado de intimidad. Entre amigos cercanos se puede llegar a cuatro e incluso cinco repeticiones.

Hoy en día ignoramos la región de origen de esos buenos días tan particulares.

Sin embargo, el retorno a la cotidianeidad de esas prácticas regionales daría, creo yo, más sabor a nuestros intercambios. Podríamos imaginar que nuestros diputados se saluden en el Parlamento respetando las reglas antiguas de sus circunscripciones. Tendrían todo por ganar.

Las burlas con las manos, las tiradas de lengua y los dedos levantados podrían ser rehabilitados por lo que fueron antes: marcas añejas de deferencia y de cortesía que hemos olvidado desde hace demasiado tiempo.

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Un mal encuentro
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Hasta hace poco tiempo, las calles de París, las plazas y los jardines no eran seguros. Una mirada demasiado insistente o una mirada demasiada arrogante y el encuentro podía degenerar.

“Clases trabajadoras, clases peligrosas.” El adagio valía en todo lugar y no solamente en las afueras de la ciudad. El sombrero de copa, la levita y el bastón no eran signos de apaciguamiento, gente colérica también usaba esas marcas de clase. A la menor oportunidad provocaban la chispa y se inflamaban como piñas de pino.

Se creía reconocer al personaje violento bajo una boina de mala muerte y he ahí que aparecía en traje de tres piezas. Las miradas se volvían sospechosas hasta en los barrios residenciales. Uno se podía vestir muy bien, afeitarse correctamente, usar botones elegantes, toda esa panoplia podía estallar en un encuentro. “El tigre no proclama su tigritud”, decían algunos para calmar los espíritus.

La confrontación de la que estamos hablando tuvo lugar al salir de una reunión.

Las dos fieras se cruzaron y revelaron sus ojos. El pelo ya erizado, el bastón bien apretado en previsión del golpe siguiente. No hubo palabras, pero ambos tuvieron un movimiento de espalda, una especie de tensión que subía por la médula estimulando los músculos.

El silencio alimentaba su cólera. Se agitaban en el interior como un líquido gaseoso que ve su presión aumentar. Una sola palabra sin duda los habría calmado. Pero ambos preferían la explosión.

Se oyó un golpe como un rugido y luego se arrojaron el uno contra el otro.

Algunos guardias acudieron para separarlos: “¡Señores, señores, estamos en el Eliseo, un poco de control por favor!”.

Pero ellos ya habían perdido el control desde hacía tiempo. Liberados de su camuflaje, saboreaban los placeres de los golpes y de las peleas. Fuera del tiempo, insensibles al lugar, reencontraban su espacio.

Las carreras locas, las luchas y las terribles tentaciones del combate.

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Discursos privados
Pascale Berthelot

El perro: Me pregunto ¿en qué piensa con su látigo? ¿Cree que me va a dar miedo? ¡Si se mueve ladro! Mejor amigo del hombre, vaya qué título de gloria que se da; y ahora quiere que sea un caballo de carga. Si monta detrás mío me voy corriendo. Veremos bien si aguanta.

El niño: Tranquilo perrito, tranquilo. Eres grande pero el niño soy yo. Por lo tanto, hago lo que quiero. Espero que me dejes montarte sin irte corriendo.

El perro: ¡Pero de verdad quiere montarme el bribón! ¡Se va a subir encima mío por detrás! ¡Maldito! ¿Está buscando pelea?

El niño: Despacito, despacito. Felizmente tengo mi látigo. ¡Si se mueve yo le pego! Es cierto que es alto este animal. No está hecho para los niños.

El perro: ¡Ahí está! El loco ha montado encima. ¡Vas a ver lo que te va a pasar muchacho!

El niño: ¡Ahí está, aquí estoy! ¿Como arranca esto? ¿Y si pruebo diciendo ¡Taio!?

El perro: ¿Taio? ¿Qué es eso? Nunca escuché esa palabra. Pero, ¿qué quiere el chiquillo?

El niño: “Taio” no funciona. ¿Puedo tratar con arre arre? Pero no, piensa un poco, ¡eso es para los caballos! ¿Qué se les dice a los perros? ¡Anda!

El perro: ¿Anda? Ah ya, es eso. "¡Anda!" está muy bien, es agradable, tiene dinamismo y energía. ¡Anda! ¡Vamos! No muy rápido para el pequeño.

El niño: ¡Estupendo! ¡Funciona! Qué lindo el perro. Es mi mejor amigo.

El perro: No está mal finalmente este chiquillo. Es tan alto que me llega a la rodilla, pero ya sabe jugar. Cuidado por atrás, vamos a acelerar…

El niño: ¡Taio! ¡Taio! ¡Taio!

El perro: ¿?¡!

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Accionistas
Pascale Berthelot Denis Badault

La asamblea general de accionistas finalmente había estado bien, cada cual había recibido sus dividendos.

Sin embargo, la escena era errónea pues la aparente tranquilidad de las miradas contrastaba con la aspereza de los debates que se habían desarrollado en una atmósfera tensa. La directora de finanzas había presentado una evaluación “justa y equilibrada”, con un volumen de negocios creciente y positivo, pero obstruido por los gastos de los servicios de investigación y desarrollo y por la trayectoria descendente de las acciones de la compañía.

Había concluido su exposición con un tono grave diciendo: “¡Y no es una broma!”.

Encontrábamos ahí la fina flor de la industria, capitanes con larga experiencia, banqueros retorcidos y administradores astutos. Todos perfectamente expertos en el entrenamiento anual, apostando con cuadros de doble entrada, destilando frasecitas cortantes, en tanto otros preferían el pesado silencio de aquellos que se la saben todas.

No eran gente tierna. Algunos de ellos habían hecho cerrar fábricas, licenciando decenas de trabajadores, seccionando en pedazos vastos sectores de producción para poder venderlas nuevamente al mejor postor.

Era inútil intentar apenarlos con sus subordinados. En un gesto de rabia o de despecho podían destruir filas de soldaditos dóciles. Por una razón oscura, estos últimos les eran siempre fieles. Algunos pensaban que era por deseo de sobrevivencia, pero la mayoría pensaba que era por ausencia de alternativas.

Pero esta manera brutal de excluir colecciones enteras de autos de carrera, multitudes de muñecas de cabellos siempre rubios, o montones de animales avasallados a sus caprichos, todo eso hacía de la asamblea de accionistas un grupo poderoso, temido y respetado.

El presidente puso fin a los debates con una voz de falsete: “¡Votemos! ¡Y con la mano levantada!”

La suerte de los conejos estaba sellada, se salvaron algunos, pero la mayoría quedó sobre la mesa. Este año, los peluches fueron las víctimas expiatorias de una selección que ellos no comprendían.

“Felizmente ¡todos los días no son Navidad!” —murmuró un conejo desilusionado.

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Alice
Mario Stantchev Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Cuando joven, Alice había tenido sus aventuras en el país de las maravillas. Hoy no podía resistir a su deseo de memoria. Por ello, se encontraba a menudo en el interior del árbol, cerca del hueco que había marcado su juventud.

Sabía que no tomaría más ese pasaje, pero se quedaba de todos modos a la espera de un retorno. Ese regreso al lugar donde se había perdido, inquietaba a su madre y a sus amigos como yo. “Deja de querer regresar" —le decía ella,— la juventud perdida no se encuentra otra vez.” Nosotros insistíamos también por ese lado, tratando de mostrarle todas las ventajas del presente y de todos los futuros posibles. Pero ella se resistía, encerrándose en su pasado, convencida de que la cercanía al árbol le haría revivir sus recuerdos.

“Ya verán ustedes, ellos volverán y yo partiré otra vez. La historia no está terminada porque soy la heroína.” Por supuesto, Alice se equivocaba, pero su error tenía la grandeza de los deseos insatisfechos y de las oposiciones sinceras.

Alice envejeció y el árbol la acompañaba. Se la veía cada vez más a su lado, un poco inquieta sin duda del retraso de la historia, pero mostrando siempre una mirada confiada.

Su sonrisa embelleció, encontró satisfacción por el cuento y prosperaba. Delicadamente, la sonrisa invadió su rostro con pequeños toques radiantes, con ganas de hacer bien las cosas. Se volvió un poco una enredadera y subió hacia sus ojos. Alice estaba todavía ahí, pero cada vez más ausente. Prosperaba hacia tonalidades diáfanas en el límite de la transparencia. Su desaparición tomó la forma de unión con el árbol, pero la sonrisa resistía.

Una mañana no la encontramos más. Se distinguía, sin embargo, un cierto vapor. En el lugar de su rostro había una sonrisa de gato.

Al fin, la historia la había capturado. El gato Cheshire se puso a maullar dulcemente…

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Domesticación
Pascale Berthelot Denis Badault

Al cabo de un tiempo, el domador es accesorio. No sirve para nada. Y la fiera rehace todo sin el riesgo del látigo.

Pero la imagen es engañosa, pues cuando el domador desaparece es cuando está más presente. El caballo sabe bien que él está al interior suyo, que él ha tragado al amo y que los dos no son sino un solo ser. El caballo no está más gordo, pero está más lleno. Y, sin duda, se pregunta si esta presencia es extranjera o si, más bien, marca el resultado de una fusión.

Me gusta la idea de que comemos a nuestros amos, que los digerimos. Pero me gusta menos la idea de que una vez tragados volvemos a hacer lo que nos han enseñado.

Pero la imagen es engañosa y, sin duda, el caballo es más instruido. Su única idea es la desaparición del amo y para ello aplica una suerte de magia. Sabe que, renovando la postura, la desaparición del amo será real, como el brujo que rehace diez veces sus ritos. La repetición de los mantras funciona como una certidumbre que se construye poco a poco: “La próxima vez, es seguro, se va a ir.” ¿No ven ustedes su aire contento cuando por fin está solo?

Me gusta la idea de hacer desaparecer a nuestros amos, la idea de que los pulverizamos. Pero me gusta menos la idea de que para ello es necesario consagrarse a la magia y a las repeticiones.

Sin embargo, la imagen es engañosa pues el amo no es tal, solo estaba pasando por ahí. Viendo al caballo se acercó con su látigo. Él no es la causa de nada, pero aprecia la idea de parecer como el origen del efecto. El caballo no se ofende, apenas ha remarcado al intruso que no molesta para nada su estilística.

Me gusta la idea de que nuestros amos no son tales, que no hacen sino recuperar pensamientos que no les conciernen. Pero me gusta menos la idea de ser desposeído de mis actos, de ser transformado en simple causa que otros han inventado para mí.

No obstante, ahí se encuentra toda la diferencia con el caballo: en todos los casos, él tiene pocas alternativas para escoger.

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¿La invención del “burkini”?
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

Por supuesto que eso no tiene nada que ver.

Y mirándolo bien, ante todo, está la alegría y el placer del agua. También está la amistad entre amigas de juerga, las manos bien apretadas y la frescura del baño. No se ven esos trajes muy convenientes, pero se ven los ojos encendidos y los rostros veraniegos. Y uno se pregunta por qué deberíamos abandonar horizontes tan cercanos para entrar en el grave análisis de la ropa de baño.

Llegando a la playa las chicas ya tenían todos sus pertrechos, sus trastos de pudor para suscribir al viento del tiempo y a la moda. Mientras se cambiaba, una de ellas dijo: “¿Te das cuenta de nuestra época? ¡Podemos bañarnos!” Y evocaron riendo el recuerdo de sus madres que no se movían de la arena. El pie mojado por el mar marcaba entonces el límite de la frivolidad, mientras que, más lejos, los hombres mostraban sus torsos e imitaban a los peces.

Como vemos, el traje de baño representaba la pequeña libertad de algunas mujeres, y la enérgica crítica de las otras; como una ofensa a la época de los buenos modales de antaño.

¡Ah, la bella historia de la natación! Vemos nuestras abuelas sonriendo con pertrechos que marcan una época y que no nos dan miedo. Qué extraña proximidad. Como si nuestras memorias construyeran continuidades: el río de nuestros recuerdos no se vuelve extraño cuando remontamos su curso. Es la misma agua de mar que fluye, solo que estamos un poco más abajo.

Esas filiaciones nos son familiares y no son ni interrogadas ni vilipendiadas. El río tiene un sentido, imaginamos el pasado, pero no lo revivimos.

¿Qué soldado de infantería aceptaría rehacer el combate una vez que la batalla ha terminado? ¿Qué soldado se imaginaria sin temor regresar al campo de batalla? El hecho de retomar los asaltos pasados destila una sorda inquietud, como si el curso de nuestros ríos debería invertirse.

Cuando eso no tiene nada que ver, por supuesto.

Nuestras abuelas han ganado, ellas ya lo sabían. La sonrisa de las bañistas ha marcado desde hace tiempo el final del enfrentamiento.

Incluso si algunos consideran que un día cercano el mundo entero se despertará en traje de baño…

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Parcas
Pascale Berthelot Denis Badault

No es Parca quien quiere, ciertamente, pero de ahí a pasar la eternidad cortando hilos, podemos comprender que el hastío termina por alcanzarle a uno.

Nona, Décima y Morta decidieron juntas dejar las ruecas, abandonar los hilos y las tijeras y concentrarse en estrategias globales.

El mundo se había vuelto demasiado grande y los destinos individuales habían perdido su atracción de antaño: ¿Por qué cortar un hilo cuando un simple desplazamiento del alfil en el tablero de ajedrez permitía pulverizar de un solo golpe los vastos movimientos del mundo?

Actualmente las Parcas se interesan en los conflictos planetarios, se empeñan en acciones de masas, en jerarquías culturales, en castillos fortificados de los valores morales, y se interesan en las oposiciones en bloque y en las tragedias de las batallas sociales. Ellas ven las cosas a lo grande, pero el tablero de ajedrez les basta.

Trocando el hilo de los destinos por esa altura mundial, las Parcas perdieron un poco de lo humano, sin embargo, abrazaron el viento del tiempo.

¿Cómo se les puede reprochar eso? ¿Cómo no ver que los hilos se habían vuelto bolas imposibles de cortar, que su crecimiento había engendrado un ser informe, en el cual las fatalidades individuales ya no representaban más nada?

Por supuesto, cada cual estaba persuadido de su futuro, de la singularidad de su hilo, de la excepción de su vida. Las Parcas habían escogido: en adelante, todo eso no tendría ninguna importancia.

Empujando su alfil, Morta tuvo una sonrisa discreta: “¿Ustedes creen que ellos se dudan de algo?”

Ni Décima ni Nona aceptaron la invitación. Las tres se sabían olvidadas, sin concebir ninguna amargura. Que los hombres no crean más en las Parcas no modificaba en nada el juego que, en adelante, continuaba en el marco de la ignorancia.

Las Parcas no habían tenido nunca la necesidad del acuerdo de los humanos para recortar sus vidas.

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Antes de la computadora
Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Mi tía amaba las cifras y hasta había desarrollado una pasión por los números enteros. Fue pues natural que se uniera al equipo del Instituto, cuya tarea iba a ser crucial en los años venideros.

La computadora no había nacido todavía, pero esos espíritus audaces habían decidido preparar su nacimiento. “¡No porque no exista una cosa, no habría que despreocuparse, es incluso todo lo contrario, nuestro deber es mostrar la vía!”. Esas palabras enérgicas del director habían resonado con orgullo en los oídos de mi tía.

Fue así que ella integró la vasta oficina de clasificaciones y de estado de las cosas. Se trataba, como el nombre lo deja entender, de seleccionar, de escoger, de repartir y de conservar. Los ingenuos creen que los números se ofrecen a nosotros, que habría en ese matrimonio un don desinteresado del cual seríamos los únicos beneficiarios. Se cree que 27 o 321 no tienen substancia interna, en una palabra, que el conteo de los granos de arena no tiene nada que enseñarnos.

Este error es común, y ellos lo combatían.

Mi tía atacó en primer lugar la disposición de los múltiplos de 2, hizo pilas y montones bien registrados en el casillero de la serie 1. Luego continuó confiada con los múltiplos de 3, que ella puso en la serie 2, y siguió el mismo principio con los múltiplos de 4 (serie 3); luego con los múltiplos de 5 (serie 4) y así sucesivamente.

Terminando su trabajo, tuvo un hipo que terminó por verbalizar, emocionada, a su jefe de sección: “¡Creo que acabamos de contar los números infinitos!”

Pasada la sorpresa del anuncio y las observaciones vagamente condescendientes: “Querida, ¡el infinito no se cuenta!”, se tuvo que aceptar la evidencia. Se abrieron los casilleros de las primeras series y se constató que mi tía había hecho bien su trabajo: Los números se estiraban graciosamente ordenados hasta el fondo de los compartimientos. Y se recomenzó la operación con otras series tomadas al azar.

En cada caso, las colecciones –siempre infinitas– se habían plegado al deseo de orden claro de mi tía. Por supuesto, se veían pulular al fondo de los cajones algunos números grandes, inquietos por este orden en cajas; se sentía su fuerza y su voluntad de escaparse, pero se quedaban ahí.

Finalmente, hubo una estampida de abrazos, de palmadas en el hombro y de sonrisas emocionadas. Mi tía se pavoneaba en medio del amaneramiento académico, contenta de haber logrado, modestamente, lo que el mundo juzgaba imposible.

En ese instante nadie pareció percibir el error del método. Si cada cajón estaba atrancado, nadie había pensado en bloquear la puerta de la serie. Cada colección estaba bien cerrada, pero el número de cajones tendía al infinito. Este orden de grandeza, incalculable, olía el error y el aire de libertad que se filtraba desde afuera.

Los primeros múltiplos del infinito se deslizaron fuera de la sala de archivos; ciertamente, el mundo era grande, pero ellos vieron de inmediato que era limitado. Tranquilizados como se puede estar al borde de un nuevo continente, tomaron la decisión de colonizarlo. Los números inundaron el mundo. Mi tía no supo nunca que al seleccionarlos les había abierto también la puerta de salida…

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Un defecto
Pascale Berthelot Denis Badault

Se cree, y es normal, que la apariencia concierne solamente a los humanos. Uno se lamenta del físico de algunas personas, nos aburrimos delante del espejo ante nuestros granitos de acné, nos burlamos de la gran nariz de un colega, o nos quedamos pasmados delante un modelo de Chanel.

Pero esos encuentros casuales y totalmente accidentales no lo son más cuando cambiamos el punto de vista, es decir cuando nos ponemos en el lugar de aquel que, por su diferencia, es objeto de nuestras burlas. De ese lado del espejo la repetición es la regla. Una repetición cuyos golpes renovados son pequeñas perforaciones que debilitan los cimientos.

¿Cómo no sentirse atrapado por esta lógica de la gota de agua? Al comienzo, cuando golpea a nuestra puerta, es insignificante, pero se vuelve dolorosa después y tiende, inexorablemente, hacia una forma de tortura bien conocida de los chinos.

“¡Mira mamá que feo es ese señor!”

La fealdad en ella misma no es nada, es su repetición la que es burlesca.

La desaparición progresiva del pájaro llamado ombreta africana siguió el curso de su desgracia física. Su cabeza desproporcionada y en forma de martillo, su porte que era todo menos altivo y que la hacía torpe y, en fin, una especie de imbecilidad en la mirada que lo hacía totalmente insensible a su deformidad, todo ello hacía de la ombreta un pájaro sujeto al sarcasmo y, por lo tanto, a la extinción.

Se mató a la ombreta con una ligereza razonable, como para suscribir una acción de salubridad. Un poco como cuando se cortan las ortigas, o cuando se aniquilan los mosquitos, sin odio especial, pero con una constancia casi ecológica.

Al principio, la ombreta no se recuperó.

Pero hay que pensar que la naturaleza hace bien las cosas y, sobre todo, que inventa protecciones ahí donde solo vemos debilidades. La intrigante fealdad de la ombreta era también su fuerza.

Algunos afirmaron que su físico sin gracia no podía ser fortuito, que designios obscuros habían empujado a su creación, que algo desconocido se escondía en su forma, que las potencias tenían un objetivo fabricando este pájaro.

Algunos accidentes fueron vistos aquí y allá donde se informó de la presencia de la ombreta y algunos cazadores murieron después de haber pisado sus huevos. Se cuenta también que una batalla famosa cambio de curso después del pasaje, en vuelo bajo, de tres ombretas negras. No se necesitó más para que los viejitos asientieran sabiamente con la cabeza, para que las madres prohíban la caza del pájaro a sus niños, y para que los guerreros retorcidos se persignen al paso del volátil.

La scopus umbretta no se dió cuenta quizá de la importancia del cambio en la percepción de la gente, pero de seguro apreció las consecuencias. Se retomó el gusto por los encuentros familiares, las noches danzantes, los nacimientos y los cumpleaños. En una palabra, la ombreta salió con orgullo de la zona roja de la extinción para extenderse en las verdes praderas de la opulencia.

Algunos viejitos la siguen llamando “el pájaro del diablo”.

No dudo ni un instante que el diablo beba sin amargura ese vasito de ironía.

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Deseo
René Bottlang Pascale Berthelot Denis Badault

No es que su obra fuera bella, sino más bien que estimulaba sus celos. Ese sentimiento extraño había comenzado cuando esculpió las manos. Manos poderosas y amantes, fuertes y protectoras, más que manos amorosas, manos cuyo apretón era como un profundo juramento.

Él sintió que la obra sería suya más allá de sus esperanzas, que esas carnes de piedra se encarnarían en él, y que no habría –por decirlo así– ninguna discontinuidad entre esta materia y sus propias profundidades.

Esta especie de prolongación clásica entre el artista y su obra tomó en su caso la forma de una fusión. Cuanto más avanzaba su trabajo, él se hundía más. Arrastrado por la materia, se volvió enlace, mezcla de cuerpos, deseo y sensualidad. Fue solo cuando la obra estuvo terminada que vió el problema.

El nacimiento marcaba la ruptura, se habían cortado los lazos, la gigantesca red de sus afectos yacía desarticulada al borde de su consciencia. Se sentía solo y con temor.

Los celos se impusieron cuando descubrió que su obra, no contenta con escapársele, se parecía a su propia pasión. Sintió que las manos se hacían más nerviosas, que la espalda respondía con emociones, que las frentes se hundían dulcemente la una en la otra, que una suerte de vida había tomado posesión de los cuerpos.

Esta existencia fuera de su existencia era como un insulto. Él, padre de todas las cosas en su taller, no podía aceptar esta competición. Ya no era ni la envidia ni la concupiscencia sino los fundamentos del mundo que esa pareja buscaba socavar.

Maldijo sus marionetas, maldijo sus existencias que dependían solo de él, y maldijo su deseo de piedra. Y con gran cólera agarró un gran martillo.

Al instante de golpear hubo como un silencio, como una pausa en el tiempo. Creyó adivinar un estremecimiento de tensión en esos grandes cuerpos que se preparaban para el golpe. Y cuando el martillo estaba levantado, listo para caer, recibió un choque.

Una voz oscura y potente hizo estallar de un golpe el espejo de su locura.

“¡NO TODAVIA!”

Fue cuando soltó su mazo de hierro que se sintió perdido.

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Pequeño jugador
René Bottlang Mario Stantchev Pascale Berthelot

Por supuesto, mi primo era muy fuerte en el juego de dardos, pero de ahí a fanfarronear por el placer de dárselas de guapo, no era para nada el espíritu de la familia.

Había comenzado su carrera en los bares de Londres. A su madre, que lamentaba lo poco de su ambición en la vida, él le respondía imperturbable: “¡Ya verás, los dardos te llevan a todas partes!”. Pero, aunque esta declaración era formulada en modo extraño no era enteramente falsa.

La guerra le dió la oportunidad de aprovechar esas capacidades inútiles a priori. “Ya que hay que derribar, ¡hagámoslo al menos con estilo!”. Es con ese aforismo que él imaginaba sus dardos explosivos. Comenzó desde abajo, pero consciente de la grandeza de la tarea que lo esperaba, se orientó hacia formas más masivas y aparentemente cada vez menos aprovechables.

Un coronel que seguía sus avances le preguntó un día: “Pero ¿cómo quiere usted marcar puntos con esos dardos?”. “¡Con las dos manos mi coronel! Voy a explicarle.” Y lleno de un entusiasmo infantil, mi primo agarró un dardo de veinte kilos que colocó en su espalda. “Estoy listo. ¡Muéstrenme el objetivo!”. El coronel hizo un gesto vago en dirección de su auto estacionado a treinta metros de allí.

Al tocar el auto hubo como un ruido sordo, como un choque cuya repetición se esperaba inevitablemente y los destrozos que generalmente siguen. Nada de eso sucedió.

El enorme dardo impactó en la puerta del auto –un espléndido bull’s eye para los aficionados– explotó en un hermoso ramo de colores, transformando el auto del coronel en una especie de vehículo con ruedas, con las de adelante sobre el techo y las de atrás al lado del motor. La impresión visual era realzada por un abanico de color verde y fucsia que mi primo había asociado con astucia a la mezcla explosiva.

El conjunto era tan novedoso y tan decorativo que el coronel, molesto un instante por la transformación de su cabriolé, dijo esta espléndida frase: “Con usted ¡la guerra es un arte!”

El procedimiento fue puesto en acción rápidamente y es poco decir que transformó los campos de batalla. Una triste trinchera barrida por el polvo y los tonos grisáceos de las barracas se transformaban en una hermosa construcción multicolor dotada de múltiples puertas en el techo y túneles virados invariablemente hacia el cielo.

Incluso nuestros enemigos nos hacían cumplidos: “Sehr schön! Wunderbar! So hübsch!”. Y copiaron con rapidez este descubrimiento nacional.

El resultado inesperado fue que el conflicto se eternizara mucho, dado que ninguno de los dos campos quería ceder al otro la victoria artística del campo de batalla. Al final se decidió cercar una zona de combate donde los últimos generales enviaban sus tropas para enfrentarse a golpes de dardos explosivos y multicolores.

Mi primo había regresado a su casa desde hacía tiempo, con una aureola de gloria nacional que aprovechó para abrir un bar.

Colocó la foto de aquí arriba detrás del mostrador murmurando suavemente: “Se los había dicho!”.

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Nacimiento
René Bottlang Pascale Berthelot Denis Badault

Apenas salida de las aguas, gracias a la redecilla, Afrodita, aún joven, se puso a gritar.

“¡Encima eso moja!” –pensaba llorando.

Sin duda, se la había extraído antes de tiempo. En su deseo de hacer bien las cosas sus madres no habían sabido esperar. Para Afrodita eso era asaz inquietante y se tranquilizaba como podía, diciéndose que estaba siempre en el centro del mundo.

Para calmarla, su tío hizo blanquear la espuma marina.

“Bueno ¿y ahora?” —se dijo ella. “¿Dónde están mis pretendientes? ¿Dónde están mis pintores? ¿Dónde está mi Botticelli?”. Como vemos, el problema no era su belleza, ya inmensamente evidente, sino el hecho de que se sintiera ridícula con los pies mojados.

Otras nubes comenzaban a aparecer en sus pensamientos.

“¡Ah!” —dijo mirando sus piernas —¡Pero todavía soy una niña!”. Y, claro, no se equivocaba. Para sus madres, Afrodita era magnífica, pero para ella era demasiado temprano.

“¡No es lo que se había dicho!” —gritó dirigiéndose a su padre. Se acordaba perfectamente de sus palabras: “Nacerás de la ola marina, serás la hermosura y los hombres y las mujeres se prosternarán ante ti”.

Un bello programa que había aceptado. Pero nadie le había explicado nunca que tendría que crecer.

En un cambio de humor bien comprensible golpeó el suelo con el pie. “¿Y cuando es ese futuro?”. Pero ella ya sabía qué le responderían.

Contempló los años que le quedaban por recorrer, los despertares nocturnos, los llantos, los biberones, los pañales, los besos, las caricias, las caídas, la escuela. Vió el trayecto y todas las trayectorias. Y supo, como se puede saber, que tendría que esperar la primera emoción.

Fue saliendo del agua que se hizo esta promesa: “¡Un día voy a renacer!”.

De repente, un poco calmada por su situación tuvo una risa cristalina.

Como todos los niños frente al océano…

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Paris, ciudad abierta
Pascale Berthelot Stéphan Oliva

Después de varias horas de búsqueda, se encontró por fin un techo donde pasar la noche.

Nadie sabe hasta qué punto París está poblada, apenas se accede a las alturas. Abajo todo se mueve, todos se empujan y se molestan, la tranquilidad comienza un poco más arriba, simplemente hay que treparse.

Evidentemente, el servicio dejaba mucho que desear, tanto como la ropa de cama, pero el tamaño de las piezas compensaba esos pequeños inconvenientes. Se respiraba a gusto, uno podía estirarse y conversar, pasar de una chimenea a otra, explorar las canaletas y, sobre todo, contemplar el entorno de la ciudad y la extinción progresiva de las luces.

El secreto de los techos está bien conservado, conocido solamente por algunos vecinos acostumbrados, por parisinos de cepa que se pasan la voz cuando llegan los turistas. Estos se aterran al caer la noche, van en busca de hoteles, tocan a las puertas, preguntan a los transeúntes: “¿Un hotel por favor?”, “Sí claro, tome a mano derecha, luego a mano izquierda, en seguida tome la dirección de la avenida, luego suba por ella. ¡Es muy simple!”. Uno se divierte como puede.

Pobres turistas que no saben escaparse de las veredas, que deambulan en el calor de las calles sin sospechar un solo instante la inmensidad de los techos.

El precio de la noche es barato, lo cual sin duda hace escapar a los ricos. Los ricos tienen las partes bajas, la riqueza y la promiscuidad, nosotros tenemos la felicidad de las noches sin ventanas, techos estrellados y aspiraciones radiantes. Y sobre todo la compañía de los gatos.

El pueblo de París se encuentra ahí arriba en las noches de verano y prueba con placer la inversión de las alturas, observando de rato en rato lo que pasa más abajo.

John, sentado al lado de la claraboya, esperaba su café con los ojos brumosos de su noche estrellada.

Cuando llegó el desayuno tuvo esta frase gloriosa: “¡Y además sirven croissants!”. Lo cual terminó por despertarnos…

Más lejos, mucho más lejos, los empleados del hotel se pasaban los pedidos para la cena de la noche.

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Un juego típicamente inglés
Pascale Berthelot

De un lado los espectadores y del otro lado el partido. En un caso, eso se parece a los saltamontes o langostas; en el otro caso, es realmente un juego de cricket.

La homonimia es, como vemos, engañosa. Nuestros amigos ingleses han sentido muy bien el peligro de un tal parentesco y no dicen criquets sino locusts para marcar la diferencia. Es una tentativa algo vana para disociar lo que en francés es una evidencia.

Quisiera tomar unos instantes para explorar esta distinción y quizá incitar a otros investigadores a continuar por esta vía.

Para ayudar a los Ingleses a combatir la homonimia antes citada, los franceses han llamado también, a los criquets,locustes”, langostas. Es muy simpático, pero eso nos aleja del cricket. Aunque, en realidad, debo decir que todo, absolutamente todo, nos aleja del cricket. Quiero hablar del juego que es siempre un misterio de este lado de La Mancha.

En lo que concierne al origen del cricket es muy diferente pues cricket viene del francés antiguo criquet, nombre del palo plantado en la tierra que sirve de objetivo al juego de bochas. Desde un punto de vista formal, el cricket es pues un criquet, un palo.

Me dirán ¿pero qué relación existe entre el palo criquet y el criquet, la langosta, que devasta nuestros campos?

Es muy simple: uno hace krikk cuando se rompe, y el otro nos rompe los oídos con sus krikk. En los dos casos es una antigua onomatopeya (para los jóvenes, la onomatopeya es como el miau, el cua-cua o el glu-glu, no tiene ningún sentido, pero comprendemos enseguida de qué se trata).

Vemos pues la sutilidad de los ingleses que, no contentos con esconder su cricket al abrigo de los criquets (langostas), han disimulado también el origen de su deporte nacional que, sin embargo, está bien acreditado por el krikk franco-inglés.

En este punto, se me podría reprochar que en francés no se dice más krikk, que ha pasado de moda efectivamente, sino crac, que es más moderno y que nos aleja del cricket. Debo notar simplemente que en inglés crac-crac se dice también crack-crack, lo cual prueba que nuestros amigos ingleses no han inventado nada.

Resumamos entonces: el cricket (inglés) viene del criquet (francés) y las fotos que vemos aquí arriba son perfectamente compatibles.

Queda aún una pregunta: ¿Qué tiene que ver el palo criquet en relación con el juego de bochas? ¿No se encontraría más bien en Francia el origen de ese juego de cricket que nos parece tan deliciosamente extranjero?

Me hubiera gustado que sea el caso, pero un estudio rápido muestra lo contrario: el juego de bochas es para los ingleses un juego de bowls, y ese juego de bowls ¡es nuestra petanca!

De ahí a considerar que nuestra excelente petanca nacional estaría emparentada con el enigmático juego de cricket hay todo un mar.

Que no atravesaría…

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Una simbiosis pasajera
Pascale Berthelot

La gran recesión no había llegado todavía, pero para ahorrar se les había pedido a los policías que se ocupen también de la circulación.

Parados en los cruces de las calles, los policías utilizaban sus luces para hacer el tráfico más fluido, para parar a los imprudentes y para poner multas a todos aquellos que pasaban delante de ellos cuando el semáforo estaba en rojo.

Al comienzo todos los automovilistas se felicitaron por esta innovación, pararse delante de un aparato con luces chocaba el espíritu de nuestros conciudadanos. “¿Porqué obedecer el código de color de una máquina?” —se preguntaban algunos rebeldes. Pero la simbiosis del policía y el semáforo tricolor hizo callar las críticas.

Las cosas se estropearon al cabo de algunas semanas. Ciertos policías que no estaban de servicio comenzaron a jugar con sus semáforos por aquí y por allá. El primero que se puso en rojo tuvo la sorpresa de ver que ello hacía parar a algunos transeúntes. Pero como era un buen jugador decidió no poner multa a los que continuaban pasando.

Otro policía retomó la idea con más éxito. Logró que una multitud compacta se parara en una gran avenida comercial.

La noticia se propagó. Para el peatón, cruzar un policía era exponerse a retrasos e incluso a multas. Algunos, muy astutos, viraban cuando se acercaban a ellos, haciéndose los disimulados, intentando pasar por el costado.

No sirvió de nada, los policías se volvieron maestros en el arte del giro y se paraban de golpe al frente de los infractores: “¿No ha visto que he pasado al rojo?”. “Pero usted estaba naranja cuando me acerqué!”. “Cuando es naranja se debe parar, salvo en caso de peligro. ¡Deme sus documentos!”.

Esta tiranía de las luces de semáforo asqueaba a ciertos oficiales, los que decidieron ponerse en verde en modo permanente. Fueron ridiculizados por sus colegas.

La solución vino poco a poco de parte de los niños. Algunos muchachos ociosos descubrieron que seguir a un policía abría perspectivas lúdicas. El policía molesto que se ponía en rojo les daba alegría: se paraban de golpe como estatuas y luego continuaban retozando apenas pasaba al verde.

Ese juego tuvo cierto éxito más tarde en los patios de las escuelas.

Por el momento cada policía fue seguido de cerca por grupos de niños felices. Algunos padres de familia pobres eran incitados por las manitos tendidas de sus hijos: “Mira mamá, ¡un policía! ¿Puedo jugar con él? ¡Por favor mamá!”.

Finalmente, el prefecto de policía decidió que la broma había durado demasiado. Se les retiró a los policías sus arneses y se votó el presupuesto para instalar semáforos.

El episodio dejó pocas huellas, salvo en la memoria de los niños.

Sucede todavía que ciertos niños se pongan a seguir un policía, con la deliciosa angustia en el corazón del momento en que se dará la vuelta. Todo rojo o todo verde según los casos.

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El trabajo de Hércules
René Bottlang Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault

“Hércules, querido, ¿no has visto mi mantel? ¿Ya sabes, ese mantel blanco, lindamente bordado que pongo en la mesa de la sala?”

Hércules se puso muy incómodo, por una vez que estaba tranquilo, su madre tenía que venir a molestarlo. Muy concentrado en sus trabajos, reflexionaba sobre planes complicados para vencer a la Hidra de Lerna, luego a Cerbero, en seguida las caballerizas del asqueroso Augias.

“Hércules, ¿te has puesto tus medias? Con este clima póntelas por favor, ¡sabes bien que tienes los pies sensibles!”

A pesar de ser estoico, Hércules hervía por dentro. “Doce trabajos era demasiado simple, no contaban con mi madre.” Pero luego retomó sus reflexiones: “Para el león de Nemea, paso por detrás, lo pincho en el flanco, luego retrocedo, un golpe por la derecha, un golpe por la izquierda, ¡y eso es todo!”

“Cariño, ven a ayudarme con los platos, sabes bien que el agua fría es mala para mi artritis.”

Eso fue demasiado. Al borde de la crisis de nervios, Hércules se levantó de golpe. Algunas flores a la vista se pasmaron. Es cierto que de pie parecía más grande.

Hércules tronó: “Madre, ¿no conoces mi destino? ¿No ves los trabajos que me han dado? Soy Hércules y en el corazón de los hombres seré el héroe que ellos aclamaran por miles de años. ¡Déjame prepararme!”

De seguro no se esperaba lo que iba a seguir.

“Ah mi hombrecito, ¡no uses ese tono conmigo! Vas a comenzar por calmarte, luego me darás mi mantel, enseguida te pones tus medias y después vas a lavar la vajilla. No se por quién te tomas con tus trabajos, ¡pero por ahora obedeces a tu madre!”

La ebullición de Hércules desapareció en un instante. No estaba preparado para enfrentar esas energías. Un poco avergonzado, buscó una palabra para calmar la tempestad. Y terminó por encontrar dos palabras ampliamente utilizadas: “Si mamá.”

Una vez más, Hércules había sido vencido en el altar materno. Digamos en su defensa que todos los héroes habían tenido la misma suerte.

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Sueño de niña
Mario Stantchev Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

A ella no le importaba el agua que desbordaba, lo importante estaba en otro lugar.

En la dulzura del final del verano, Marie se había enfrascado en el juego de sus futuros. Y como cualquier niña, se dejaba llevar por sus evocaciones. Algo somnolienta, mecida por el ruido del agua de la fuente de agua del barrio, desaparecía poco a poco de la imagen.

Estaba ahí sin estar realmente ahí, como cuando se mira una cruz y se percibe una presencia. Salvo que para ella el orden estaba invertido: se creía en su presencia, pero ella ya no estaba ahí. Si se hubiera podido, se habría podido discernir un circo, flores, bailarinas y juegos. Se habrían distinguido futuros en rosa o en azul, se habrían visto los sueños. Se habría tenido cinco años.

Marie ya no estaba ahí, estaba bogando en sus sueños, decidida a no volver a su triste barrio. La fuente era su vía de pasaje, su puerta de entrada hacia otros horizontes, una pequeña falla en su vida por la cual se precipitaba valientemente, segura de no ser nunca alcanzada.

Y como el agua fluía, también podía volar.

Se hizo grande, una guirnalda en el desfile. Se hizo bella e inventó miradas como besos volados. Se hizo vieja, atenta a los juegos de sus nietos. Tuvo mil vidas y casi tantos destellos, y mil reflejos donde se miraba.

¿Y cómo no creer que ella conocía el camino? ¿Que ella sabía las direcciones y que tomando sus vías se construía el único mundo que realmente compartía?

Marie, la pequeña diosa de su propio universo hacía de sus sueños familiaridades, preocupada por borrar las puntas y las asperezas. Ella leía el mundo para volverlo más brillante. A los cinco años, sus deseos se llamaban simplicidad. Y en ese mundo de niña, se esperanzaba en el apetito de los sueños de la realidad. Marie aguardaba, segura de la encarnación del sueño.

Y contemplando la foto uno se siente casi cómodo. El momento de después no existe. Lo imaginamos, claro, pero no vendrá. Al borde de su futuro, Marie estará siempre atenta.

Y fingiremos esperar que no se despierte.

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Multiplicidad
René Bottlang Mario Stantchev Pascale Berthelot

¿De donde viene la fuerza de las colecciones de soldados?

El ejército no tenía nombre, no lo necesitaba. Era suficiente verlos para impresionarse, un nombre no habría agregado nada. Esta ausencia alimentaba los temores, ¿cómo designar lo que no es nombrado? ¿Cómo difundir las noticias de un atacante desconocido? Se acabó llamándolo el ejército, sin ningún otro apelativo superfluo.

Lo peor era su parecido, aunque algunos decían su identidad. Como nada distinguía a los soldados, su desaparición no podía ser denunciada. Otros tomaban sus lugares siempre y es ahí donde se jugaba la incertitud del número. Era imposible contarlos, los soldados del ejército representaban una cantidad indefinida, un insulto a Comput, una impotencia matemática. Ellos se alegraban. Como uno se puede alegrar de una potencia confundiéndola con otra, por una especie de degradación de la realidad, por una falta de control.

Y como todos se parecían, también eran un todo, una fuerza, una voluntad masiva que pulverizaba las unidades. “No soy sino uno solo, pero mi nombre es legión”, su lema aterrorizaba las casas pobres del campo. La marca del grupo los hacia más fuertes, se alegraban secretamente de ello. “No soy solamente yo, ¡represento una potencia!”. La fórmula estallaba y ellos se deleitaban.

Nosotros aspirábamos a unirnos a ellos secretamente, a fundirnos para renacer, a sentir detrás nuestro el empuje del emblema, a no estar más solos con nuestros miserables secretos. ¡Y qué placer el poder imponerse! Qué delicia ver las miradas bajas, adivinar el hundimiento de los pensamientos, sentir las prosternaciones delante de nuestro símbolo.

El ejército se ha diluido poco a poco. No ha resistido al paso del tiempo. Pero la idea está siempre presente, es el deleite común de los pequeños espíritus y de los pequeños capitanes. Se insinúa en todas las organizaciones, en todas las sociedades, en todas las empresas. Su lema se mantiene intacto, no se ha corrompido.

Y cada noche cada cual puede decir con gallardía: “Yo también soy parte del ejército!”.

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Epílogo
René Bottlang Mario Stantchev Camille Thouvenot Pascale Berthelot Denis Badault Stéphan Oliva

Me pregunto qué es lo que hago aquí.

¿Es realmente eso lo que fuimos? ¿Juegos y chapoteos, risas de niños y más tarde la foto? ¿Voces fuertes, pelotas, archivos, informes, satisfacciones domésticas, trabajo, marcas, placeres de la mesa, recuerdos de juventud, nacimientos y muertes?

Y cuando todo ello haya desaparecido recomenzaremos todos.

Hace apenas algunos segundos las señoritas y los niños estaban alegres y esperaban el pase del balón. Hace algunos segundos apenas el agua estaba deliciosa, la luz ideal, la atmósfera acogedora, todo habría podido hacer del cliché una magnifica postal. No sé por qué no he tomado la foto.

Creo que he dudado que sea la realidad. Y es tan fácil convencerse más tarde y pensar: “¡Ah, pero es antiguo!”, decirse que nuestros presentes son diferentes por supuesto, que lo único está ahí a nuestros pies, que el pasado ya pasó con un punto de compasión, y que lo que somos ahora nos hace más importantes. Cierto, cierto, por ahora estamos en primera fila, ¿pero por cuánto tiempo?

Es suficiente con esperar al próximo fotógrafo.

Vendrá, por supuesto, y quizá nos resucitará. Entonces, como tantos otros, nos volveremos imagen, nos integraremos en cajones y mesas de noche y, un día, sin duda, abriremos un álbum: “Mira como son divertidos esos clichés de antaño!”

Me pregunto qué hago aquí.

¿Es realmente lo que fuimos? Ligeras parcelas de vida extendidas sobre papel.

Christophe de Beauvais, Chroniques minuscules, des mondes d'antan
[Paris, 2016]
Traducción al castellano de Mariella Villasante Cervello con la colaboración de Guillermo Nelson Peinado

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